martes, 30 de julio de 2013

Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos

¡Convertíos! ¿Por qué no más bien: alegraos? Mejor, ¡alegraos!: porque a las realidades humanas suceden las divinas, a las terrenales las celestes, a las temporales las eternas, a las malas las buenas, a las ambiguas las seguras, a las molestas las dichosas, a las perecederas las perennes. ¡Convertíos! Sí, que se convierta, conviértase el que prefirió lo humano a lo divino, el que optó por servir al mundo más bien que dominar el mundo junto con el Señor del mundo. Conviértase, el que huyendo de la libertad a que da paso la virtud, eligió la esclavitud que consigo trae el vicio. Conviértase, y conviértase de veras, quien, por no retener la vida, se entregó en manos de la muerte.

Está cerca el reino de los cielos. El reino de los cielos es el premio de los justos, el juicio de los pecadores, pena de los impíos. Dichoso; por tanto, Juan, que quiso prevenir el juicio mediante la conversión; que deseó que los pecadores tuvieran premio y no juicio; que anheló que los impíos entraran en el reino, evitando el castigo. Juan proclamó ya cercano el reino de los cielos en el momento preciso en que el mundo, todavía niño, caminaba a la conquista de la madurez. Al presente conocemos lo próximo que está ya este reino de los cielos al observar cómo al mundo, aquejado por una senectud extrema, comienzan a faltarle las fuerzas, los miembros se anquilosan, se embotan los sentidos, aumentan los achaques, rechaza los cuidados, muere a la vida, vive para las enfermedades, se hace lenguas de su debilidad, asegura la proximidad del fin.

Y nosotros, más duros que los mismos judíos, que vamos en pos de un mundo que se nos escapa, que no pensamos jamás en los tiempos que se avecinan y nos emborrachamos de los presentes, que tememos, colocados ya frente al juicio, que no salimos al encuentro del Señor que rápidamente se aproxima, que apostamos por la muerte y no suspiramos por la resurrección de entre los muertos, que preferimos servir a reinar, con tal de diferir el magnífico reinado de nuestro Señor, nosotros, digo, ¿cómo damos cumplimiento a aquello: Cuando oréis, decid: «Venga tu reino»?

Necesitados andamos nosotros de una conversión más profunda, adaptando la medicación a la gravedad de la herida. Convirtámonos, hermanos, y convirtámonos pronto, porque se acaba la moratoria concedida, está a punto de sonar para nosotros la hora final, la presencia del juicio nos está cerrando la oportunidad de una satisfacción. Sea solícita nuestra penitencia, para que no le preceda la sentencia: pues si el Señor no viene aún, si espera todavía, si da largas al juicio, es porque desea que volvamos a él y no perezcamos nosotros a quienes, en su bondad, nos repite una y otra vez: No quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta y viva.

Cambiemos, pues, de conducta, hermanos, mediante la penitencia; no nos intimide la brevedad del tiempo, pues el autor del tiempo desconoce las limitaciones temporales. Lo demuestra el ladrón del evangelio, quien, pendiente de la cruz y en la hora de la muerte, robó el perdón, se apoderó de la vida, forzó el paraíso, penetró en el reino.

En cuanto a nosotros, hermanos, que no hemos sabido voluntariamente merecerlo, hagamos al menos de la necesidad virtud; para no ser juzgados, erijámonos en nuestros propios jueces; concedámonos la penitencia, para conseguir anular la sentencia.

Sermón 167 (PL 52, 637-638)

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