miércoles, 31 de julio de 2013

Cristo murió por todos

Está escrito que Dios creó, de los dos pueblos, un solo hombre nuevo. Dios Padre quiere —es mi opinión— justificar al justo que sirve bien a una multitud, cuyos pecados él mismo perdonará. Este justo que sirve bien a una multitud, no es otro —según creo— que nuestro Señor Jesucristo. En efecto, él vino no a ser servido, sino —como él mismo dijo— más bien a servir, de acuerdo con la economía de la humanización. Esta es la razón por la que san

Pablo creyó poder llamarle «ministro». Dice, en efecto, hablando de la ley y del nuevo Testamento: Si el ministro de la condena tuvo su esplendor, ¡cuánto más no resplandecerá el ministro del perdón!

Cristo es, pues, el justo irreprensible, que sirve bien a una multitud. El Verbo de Dios tomó efectivamente la condición de esclavo, no, cierto, para venir en ayuda de su propia naturaleza, sino para gratificarnos con la suya y como para ejercer en favor nuestro aquel ministerio, por el que, además, somos salvados. El es justificado al archivar la sospecha que insinuaba la posibilidad de una pretendida culpabilidad, por la que justamente habría padecido la muerte sobre el madero: de hecho, mientras los israelitas satisfacen en él las penas debidas a su impiedad, él reina sobre toda la tierra y sobre las multitudes que acuden a él. Que esta economía de la encarnación posea un ministerio tan eficaz lo demuestra la Escritura cuando dice: El salvará a su pueblo de los pecados.

En realidad, para apartar el pecado del mundo, él lo tomó sobre sí, y uno murió por todos, pues era como la personificación de todos: por eso sirvió a una multitud. Al decir «a una multitud» se refiere a las naciones. Israel era una sola nación. Por haber él —dice— cargado con el pecado de muchos, le daré una multitud como parte, y con poderosos repartirá despojos. Por «multitud» hay que entender aquí los que provienen de las naciones: éstos, diseminados por una infinidad de lugares, eran mucho más numerosos que los israelitas; por «poderosos» hay que entender bien los santos apóstoles, o simplemente todos los que son poderosos con el poder de Cristo y están dotados de una virilidad espiritual: con ellos, como vencedores de Satán, repartirá los despojos.

Distribuye efectivamente con largueza entre sus santos las reservas de dones espirituales. Y así —dice— uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, el profetizar, el distinguir los buenos y malos espíritus, el don de curar. Atribuimos a los santos apóstoles el poder de la palabra, y afirmamos que todas las naciones estaban como bajo el dominio de Satanás. Pero aquel que posee a muchos, los dividió entre los santos mistagogos. Y así, unos fueron llamados por san Pedro al conocimiento de Cristo, salvador de todos nosotros; otros fueron conducidos a la luz de la verdad a través de la predicación de Pablo o de otro cualquiera de los santos apóstoles. Les repartió, por tanto, el Salvador como si se tratara de unos despojos, es decir, como si fuesen botín de guerra, la conversión y la vocación de aquellos que en un tiempo anduvieron a la deriva.

Era realmente necesario que todos reconocieran como Señor al que por todos había muerto; nos convence de ello Isaías cuando dice: Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos y fue entregado por sus iniquidades.

Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 5, t 1: PG 70, 1190-1191)

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