martes, 13 de agosto de 2013

Purificados nuestros sentidos de toda levadura de maldad, con mucho gusto habitará en nosotros nuestro Señor Jesucristo

Oremos al Señor para que, mientras exteriormente le edificamos templos visibles, edifique él interiormente en nosotros templos no visibles: a saber, aquella casa —como dice el Maestro— no levantada por mano de hombre, en la cual sabemos que entraremos al final de los tiempos, es decir, cuando veremos cara a cara lo que ahora vemos confusamente y con un conocimiento limitado.

Pero de momento, mientras todavía nos encontramos en el tabernáculo de nuestro cuerpo, como bajo las pieles de aquel antiguo tabernáculo del desierto y en tiendas, es decir, en la vasta aridez de este mundo, y nos precede la palabra de Dios en una columna de nubes, para cubrir nuestra cabeza el día de la batalla, o en una columna de fuego, para que podamos conocer en la tierra sus caminos que conducen al cielo, oremos para que, a través de estos tabernáculos de la iglesia lleguemos a la casa de Dios, donde reside el Señor mismo, aquella piedra sublime que el Señor nos la ha convertido en piedra angular, piedra desprendida del monte, que creció hasta convertirse en una montaña: ha sido un milagro patente.

Que él entre ahora en nuestra edificación en calidad de fundamento y remate, ya que él es el principio y el fin. Pero al construir, veamos qué es lo que de nuestra frágil y terrena sustancia podemos aportar que sea digno de este divino cimiento, para que cual piedras vivas, nos ajustemos a la misma piedra angular en la construcción del templo celestial. Fundamos en Cristo el oro de nuestros sentimientos y la plata de nuestra palabra: él que escruta las almas que le son gratas, después de habernos purificado en el horno de este mundo, nos convierta en oro acendrado al fuego y en moneda digna de llevar impresa su efigie. Nosotros, por nuestra parte, ofrezcámosle las piedras preciosas de nuestras obras realizadas en la luz.

Guardémonos de ser duros de corazón como el leño, o estériles en las obras como el helio seco, o inestables en la fe y en la caridad, débiles e inconsistentes como la paja. Al contrario, para que el fruto de nuestro albedrío no acabe en el fuego, sino que se yerga enhiesto en un clima de paz, pidamos al Altísimo aquella paz de nuestra edificación con la que en otro tiempo se construyeron los muros del templo, de suerte que, durante las obras, no se oyeron en él martillos, hachas ni herramientas.

Ni las incursiones del enemigo impidan o interrumpan la nueva construcción, como sucedió durante la restauración del templo mismo, a causa de la envidiosa enemistad de los persas.

De este modo nos convertiremos en casa de oración y de paz, a condición, sin embargo, de que no nos divida preocupación alguna de pensamientos carnales y de que ninguna agitación mundana turbe nuestra paz interior. Es conveniente, en efecto, que el Señor Jesús visite con frecuencia el templo de nuestro corazón, una vez edificado, con el látigo de su temor, para que arroje de nosotros las mesas de los cambistas y a los vendedores de bueyes y palomas, a fin de que nuestro ánimo no ejerza ningún comercio de avaricia, ni en nuestros sentidos se instale la lentitud bovina, ni nos convirtamos en vendedores de nuestra inocencia o de la gracia divina, ni hagamos de la casa de oración una cueva de bandidos. De esta forma, purificados nuestros sentidos de toda levadura de maldad, con mucho gusto habitará en nosotros nuestro Señor Jesucristo.

Carta 32 (23-24.25: CSEL 29, 297-300)

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