lunes, 31 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Cristo es nuestro sumo sacerdote, nuestra propiciación

Una vez al año, el sumo sacerdote, alejándose del pueblo, entra en el lugar donde se hallan el propiciatorio, los querubines, el arca de la alianza y el altar del incienso, en aquel lugar donde nadie puede penetrar, sino sólo el sumo sacerdote.

Si pensamos ahora en nuestro verdadero sumo sacerdote, el Señor Jesucristo, y consideramos cómo, mientras vivió en carne mortal, estuvo durante todo el año con el pueblo, aquel año del que él mismo dice: Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar el año de gracia del Señor, fácilmente advertiremos que, en este año, penetró una sola vez, el día de la propiciación, en el santuario, es decir, en los cielos, después de haber realizado su misión, y que subió hasta el trono del Padre, para hacerle propicio al género humano y para interceder por cuantos creen en él.

Aludiendo a esta propiciación con la que vuelve a reconciliar a los hombres con el Padre, dice el apóstol Juan: Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el justo. El es víctima de propiciación por nuestros pecados.

Y, de manera semejante, Pablo vuelve a pensar en esta propiciación cuando dice de Cristo: A quien Dios constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre.

De modo que el día de propiciación permanece entre nosotros hasta que el mundo llegue a su fin.

Dice el precepto divino: Pondrá incienso sobre las brasas, ante el Señor; el humo del incienso ocultará la cubierta que hay sobre el documento de la alianza; y así no morirá. Después tomará sangre del novillo y salpicará con el dedo la cubierta, hacia oriente.

Así se nos explica cómo se llevaba a cabo entre los antiguos el rito de propiciación a Dios en favor de los hombres; pero tú, que has alcanzado a Cristo, el verdadero sumo sacerdote, que con su sangre hizo que Dios te fuera propicio, y te reconcilió con el Padre, no te detengas en la sangre física; piensa más bien en la sangre del Verbo, y óyele a él mismo decirte: Ésta es mi sangre, derramada por vosotros para el perdón de los pecados.

No pases por alto el detalle de que esparció la sangre hacia oriente. Porque la propiciación viene de oriente, pues de allí proviene el hombre cuyo nombre es Oriente, que fue hecho mediador entre Dios y los hombres. Esto te está invitando a mirar siempre hacia oriente, de donde brota para ti el sol de justicia, de donde nace siempre para ti la luz del día, para que no andes nunca en tinieblas ni en ellas aquel día supremo te sorprenda: no sea que la noche y el espesor de la ignorancia te abrumen, sino que, por el contrario, te muevas siempre en el resplandor del conocimiento, tengas siempre en tu poder el día de la fe y no pierdas nunca la lumbre de la caridad y de la paz.

Homilía 9 sobre el libro del Levítico (5.10: PG 12, 515.523)

domingo, 30 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Y tal convenía que fuese nuestro Pontífice: santo, inocente, sin mancha

Reflexionemos sobre aquellas palabras: Tú eres sacerdote eterno. Pues no dice: Serás lo que antes no eras; ni tampoco: lo que antes eras, pero ahora no eres; sino que dice: eres y seguirás siendo sacerdote eterno únicamente por voluntad de aquel que dijo: Yo soy el que soy. Y precisamente porque su sacerdocio no comenzó en el tiempo, ni Cristo procede de la tribu de Leví, ni fue ungido con un óleo material preparado por especialistas, su sacerdocio no tendrá fin ni será establecido para solos los judíos, sino para todos los pueblos. Por todas estas razones, lo desvincula del sacerdocio aaronítico que tenía valor de figura, y lo proclama sacerdote según el rito de Melquisedec. Y ciertamente que es maravillosa la realidad del símbolo para quien observe cómo nuestro Salvador Jesús –que es el Ungido de Dios–, cumple, según el rito del propio Melquisedec y a través de sus ministros, todo lo que hace referencia al sacerdocio que se ejerce entre los hombres.

Como Melquisedec —que era sacerdote de los paganos– y a quien jamás le vemos ofreciendo sacrificios de animales, sino tan sólo pan y vino incluso en el momento de bendecir a Abrahán, así también hizo en primer lugar nuestro Señor y Salvador en persona; y posteriormente sus sucesores —sacerdotes para todos los pueblos—, con la ofrenda espiritual del pan y del vino según las normas de la Iglesia, nos hacen presente el misterio de aquel cuerpo y de aquella sangre salutífera; aquel misterio que, tantos siglos antes, había Melquisedec aprendido por obra del Espíritu de Dios, y había prefigurado sirviéndose de imágenes de la realidad futura, como lo atestigua el mismo Moisés, cuando dice: Melquisedec, rey de Salén, sacerdote de Dios Altísimo, le sacó pan y vino, y bendijo a Abrahán.

Con razón, pues, y con la interposición de un juramento, se le prometieron tales cosas a aquel de quien ahora tratamos: El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec».

Y ahora escucha lo que dice el apóstol Pablo a este respecto: De la misma manera, queriendo Dios demostrar a los beneficiarios de la promesa la inmutabilidad de su designio, se comprometió con juramento, para que por dos cosas inmutables, en las que es imposible que Dios mienta, cobremos ánimos y fuerza los que buscamos refugio en él, agarrándonos a la esperanza que se nos ha ofrecido. Y añade: De aquellos ha habido multitud de sacerdotes, porque la muerte les impedía permanecer; como éste, en cambio, dura para siempre, tiene un sacerdocio exclusivo. De aquí que puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor.

Y tal convenía que fuese nuestro Pontífice: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo.

Demostración evangélica (Lib 5,3: PG 22, 366-367)

sábado, 29 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Sirvamos a Cristo en los pobres

Dichosos los misericordiosos –dice la Escritura–, porque ellos alcanzarán misericordia. No es, por cierto, la misericordia una de las últimas bienaventuranzas. Dice el salmo: Dichoso el que cuida del pobre y desvalido. Y de nuevo: Dichoso el que se apiada y presta. Y en otro lugar: El justo a diario se compadece y da prestado. Tratemos de alcanzar la bendición, de merecer que nos llamen dichosos: seamos benignos.

Que ni siquiera la noche interrumpa tus quehaceres de misericordia. No digas: Vuelve, que mañana te ayudaré. Que nada se interponga entre tu propósito y su realización. Porque las obras de caridad son las únicas que no admiten demora.

Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, y no dejes de hacerlo con jovialidad y presteza. Quien reparte la limosna –dice el Apóstol– que lo haga con agrado; pues todo lo que sea prontitud hace que se te doble la gracia del beneficio que has hecho. Porque lo que se lleva a cabo con una disposición de ánimo triste y forzada no merece gratitud ni tiene nobleza. De manera que, cuando hacemos el bien, hemos de hacerlo, no tristes, sino con alegría. Si dejas libres a los oprimidos y rompes todos los cepos, dice la Escritura; o sea, si procuras alejar de tu prójimo sus sufrimientos, sus pruebas, la incertidumbre de su futuro, toda murmuración contra él, ¿qué piensas que va a ocurrir? Algo grande y admirable. Un espléndido premio. Escucha: Entonces romperá tu luz como la aurora, te abrirá camino la justicia. ¿Y quién no anhela la luz y la justicia?

Por lo cual, si pensáis escucharme, siervos de Cristo, hermanos y coherederos, visitemos a Cristo mientras nos sea posible, curémoslo, no dejemos de alimentarlo o de vestirlo; acojamos y honremos a Cristo, no en la mesa solamente, como algunos, no con ungüentos, como María, ni con el sepulcro, como José de Arimatea, ni con lo necesario para la sepultura, como aquel mediocre amigo, Nicodemo, ni, en fin, con oro, incienso y mirra, como los Magos, antes que todos los mencionados; sino que, puesto que el Señor de todas las cosas lo que quiere es misericordia y no sacrificio, y la compasión supera en valor a todos los rebaños imaginables, presentémosle ésta mediante la solicitud para con los pobres y humillados, de modo que, cuando nos vayamos de aquí, nos reciban en los eternos tabernáculos, por el mismo Cristo, nuestro Señor, a quien sea dada la gloria por los siglos. Amén.

Sermón 14, sobre el amor a los pobres (38.40: PG 35, 907-910)

viernes, 28 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Cristo se consagró a sí mismo por nuestros pecados

Y por ellos me santifico yo. Según los usos legales, santificado se dice de lo que se ofrece a Dios en concepto de don o de oblación, como por ejemplo todos los primogénitos de Israel: Santifícame todos los primogénitos israelitas, dijo Dios a Moisés, es decir, consagra y ofrece y considéralo sagrado.

Así pues, utilizándose la palabra santificar como sinónima de consagrar y ofrecer, decimos que el Hijo se santificó a sí mismo por nosotros. Pues se ofreció como sacrificio y víctima santa a Dios Padre, reconciliando el mundo con él y devolviendo la amistad a quien la había perdido, a saber, al género humano. El es nuestra paz, dice la Escritura.

En realidad, sabemos que nuestro retorno a Dios ha sido únicamente posible por obra de Cristo Salvador, que nos ha hecho partícipes del Espíritu de santificación. El Espíritu es, en efecto, quien nos pone en relación con Dios y quien –por decirlo así– nos une a él; recibido el Espíritu, nos convertimos en partícipes y consortes del mismo ser de Dios, lo recibimos por medio del Hijo y, en el Hijo, recibimos también al Padre.

De él nos escribe, en efecto, el sabio Juan: En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu. Y san Pablo, ¿qué dice? Como sois hijos –dice–, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abba!» (Padre). Tanto que si por cualquier eventualidad estuviéramos privados del Espíritu Santo, no se podría en absoluto conocer que Dios está en nosotros; y si no se nos hubiese enriquecido con el don del Espíritu, que es lo que nos coloca entre los hijos de Dios, en modo alguno seríamos hijos de Dios.

Y ¿cómo hemos sido elevados o cómo se nos ha hecho partícipes de la naturaleza divina, si ni habita Dios en nosotros, ni le estamos unidos por la participación del Espíritu a que hemos sido llamados? Y sin embargo, la verdad es que somos partícipes y consortes de aquella naturaleza que todo lo supera, y somos llamados templos de Dios. El Unigénito, en efecto, se santificó, es decir, se consagró por nuestros pecados, y se ofreció a Dios Padre como hostia santa de suave olor, para que apartado lo que en cierto modo separa de Dios a la naturaleza humana, esto es el pecado, nada nos impida estar unidos a él participando de su naturaleza, por obra –se entiende– del Espíritu Santo que nos devuelve a la imagen primitiva renovándonos en la justicia y la santidad.

Pues si el pecado aparta y separa al hombre de Dios, la justicia, en cambio, nos une a él y nos coloca en cierto modo junto al mismísimo Dios Padre. Porque hemos sido justificados por la fe en Cristo, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. En él, que es como las primicias del género humano, fue restaurada toda la naturaleza del hombre para una vida renovada y, volviendo a su condición primordial, fue reformada para la santidad.

Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 11, cap. 10: PG 74, 543-546)

jueves, 27 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

El sacrificio espiritual

La oración es el sacrificio espiritual que abrogó los antiguos sacrificios. ¿Qué me importa el número de vuestros sacrificios? –dice el Señor–. Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones, la sangre de toros, corderos y machos cabríos no me agrada. ¿ Quién pide algo de vuestras manos? Lo que Dios desea, nos lo dice el evangelio: Se acerca la hora –dice– en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad. Porque Dios es espíritu, y desea un culto espiritual.

Nosotros somos, pues, verdaderos adoradores y verdaderos sacerdotes cuando oramos en espíritu y ofrecemos a Dios nuestra oración como una víctima espiritual, propia de Dios y acepta a sus ojos.

Esta víctima, ofrecida del fondo de nuestro corazón, nacida de la fe, nutrida con la verdad, intacta y sin defecto, íntegra y pura, coronada por el amor, hemos de presentarla ante el altar de Dios, entre salmos e himnos, acompañada del cortejo de nuestras buenas obras, seguros de que ella nos alcanzará de Dios todos los bienes.

¿Podrá Dios negar algo a la oración hecha en espíritu y verdad, cuando es él mismo quien la exige? ¡Cuántos testimonios de su eficacia no hemos leído, oído y creído!

Ya la oración del antiguo Testamento liberaba del fuego, de las fieras y del hambre, y, sin embargo, no había recibido aún de Cristo toda su eficacia.

¡Cuánto más eficazmente actuará, pues, la oración cristiana! No coloca un ángel para apagar con agua el fuego, ni cierra las bocas de los leones, ni lleva al hambriento la comida de los campesinos, ni aleja, con el don de su gracia, ningún sufrimiento; pero enseña la paciencia y aumenta la fe de los que sufren, para que comprendan lo que Dios prepara a los que padecen por su nombre.

En el pasado, la oración alejaba las plagas, desvanecía los ejércitos de los enemigos, hacía cesar la lluvia. Ahora, la verdadera oración aleja la ira de Dios, implora a favor de los enemigos, suplica por los perseguidores. ¿Y qué tiene de sorprendente que pueda hacer bajar del cielo el agua del bautismo, si pudo también impetrar las lenguas de fuego? Solamente la oración vence a Dios; pero Cristo la quiso incapaz del mal y todopoderosa para el bien.

La oración sacó a las almas de los muertos del mismo seno de la muerte, fortaleció a los débiles, curó a los enfermos, liberó a los endemoniados, abrió las mazmorras, soltó las ataduras de los inocentes. La oración perdona los delitos, aparta las tentaciones, extingue las persecuciones, consuela a los pusilánimes, recrea a los magnánimos, conduce a los peregrinos, mitiga las tormentas, aturde a los ladrones, alimenta a los pobres, rige a los ricos, levanta a los caídos, sostiene a los que van a caer, apoya a los que están en pie.

Los ángeles oran también, oran todas las criaturas, oran los ganados y las fieras, que se arrodillan al salir de sus establos y cuevas y miran al cielo, pues no hacen vibrar en vano el aire con sus voces. Incluso las aves, cuando levantan el vuelo y se elevan hasta el cielo, extienden en forma de cruz sus alas, como si fueran manos, y hacen algo que parece también oración.

¿Qué más decir en honor de la oración? Incluso oró el mismo Señor, a quien corresponde el honor y la fortaleza por los siglos de los siglos.

Tratado sobre la oración (Caps 28-29: CCL 1, 273-274)

miércoles, 26 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios

Si tú me dices: «Muéstrame a tu Dios», yo te diré a mi vez: «Muéstrame tú al hombre que hay en ti», y yo te mostraré a mi Dios. Muéstrame, por tanto, si los ojos de tu mente ven, y si oyen los oídos de tu corazón.

Pues de la misma manera que los que ven con los ojos del cuerpo perciben con ellos las realidades de esta vida terrena y advierten las diferencias que se dan entre ellas –por ejemplo, entre la luz y las tinieblas, lo blanco y lo negro, lo deforme y lo bello, lo proporcionado y lo desproporcionado, lo que está bien formado y lo que no lo está, lo que es superfluo y lo que es deficiente en las cosas—, y lo mismo se diga de lo que cae bajo el dominio del oído –sonidos agudos, graves o agradables–, eso mismo hay que decir de los oídos del corazón y de los ojos de la mente, en cuanto a su poder para captar a Dios.

En efecto, ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos. De la misma manera, tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones.

El alma del hombre tiene que ser pura, como un espejo brillante. Cuando en el espejo se produce el orín, no se puede ver el rostro de una persona, de la misma manera, cuando el pecado está en el hombre, el hombre ya no puede contemplar a Dios.

Pero puedes sanar, si quieres. Ponte en manos del médico, y él punzará los ojos de tu alma y de tu corazón. ¿Qué médico es éste? Dios, que sana y vivifica mediante su Palabra y su sabiduría. Pues por medio de la Palabra y de la sabiduría se hizo todo. Efectivamente, la Palabra del Señor hizo el cielo, el aliento de su boca, sus ejércitos. Su sabiduría está por encima de todo: Dios, con su sabiduría, puso el fundamento de la tierra; con su inteligencia, preparó los cielos, con su voluntad, rasgó los abismos, y las nubes derramaron su rocío.

Si entiendes todo esto y vives pura, santa y justamente, podrás ver a Dios; pero la fe y el temor de Dios han de tener la absoluta preferencia de tu corazón, y entonces entenderás todo esto. Cuando te despojes de lo mortal y te revistas de la inmortalidad, entonces verás a Dios de manera digna. Dios hará que tu carne sea inmortal junto con el alma, y entonces, convertido en inmortal, verás al que es inmortal, con tal de que ahora creas en él.

Libro a Antólico (Lib 1, 2.7: PG 6, 1026-1027.1035)

martes, 25 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

El misterio de nuestra reconciliación

La majestad asume la humildad, el poder la debilidad, la eternidad la mortalidad; y, para saldar la deuda contraída por nuestra condición pecadora, la naturaleza invulnerable se une a la naturaleza pasible; de este modo, tal como convenía para nuestro remedio, el único y mismo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también él, pudo ser a la vez mortal e inmortal, por la conjunción en él de esta doble condición.

El que es Dios verdadero nace como hombre verdadero, sin que falte nada a la integridad de su naturaleza , humana, conservando la totalidad de la esencia que le es i propia y asumiendo la totalidad de nuestra esencia humana. Y, al decir nuestra esencia humana, nos referimos a la que fue plasmada en nosotros por el Creador, y que él asume para restaurarla.

Esta naturaleza nuestra quedó viciada cuando el hombre se dejó engañar por el maligno, pero ningún vestigio de este vicio original hallamos en la naturaleza asumida por el Salvador. El, en efecto, aunque hizo suya nuestra misma debilidad, no por esto se hizo partícipe de nuestros pecados. /

Tomó la condición de esclavo, pero libre de la sordidez del pecado, ennobleciendo nuestra humanidad sin mermar su divinidad, porque aquel anonadamiento suyo —por el cual, él, que era invisible, se hizo visible, y él, que es el Creador y Señor de todas las cosas, quiso ser uno más entre los mortales— fue una dignación de su misericordia, no una falta de poder. Por tanto, el mismo que, permaneciendo en su condición divina, hizo al hombre es el mismo que se hace él mismo hombre, tomando la condición de esclavo.

Y, así, el Hijo de Dios hace su entrada en la bajeza de este mundo, bajando desde el trono celestial, sin dejar la gloria que tiene junto al Padre, siendo engendrado en un nuevo orden de cosas.

En un nuevo orden de cosas, porque el que era invisible por su naturaleza se hace visible en la nuestra, el que era inaccesible a nuestra mente quiso hacerse accesible, el que existía antes del tiempo empezó a existir en el tiempo, el Señor de todo el universo, velando la inmensidad de su majestad, asume la condición de esclavo, el Dios impasible e inmortal se digna hacerse hombre pasible y sujeto a las leyes de la muerte.

El mismo que es Dios verdadero es también hombre verdadero, y en él, con toda verdad, se unen la pequeñez del hombre y la grandeza de Dios.

Ni Dios sufre cambio alguno con esta dignación de su piedad, ni el hombre queda destruido al ser elevado a esta dignidad. Cada una de las dos naturalezas realiza sus actos propios en comunión con la otra, a saber, la Palabra realiza lo que es propio de la Palabra, y la carne lo que es propio de la carne.

En cuanto que es la Palabra, brilla por sus milagros; en cuanto que es carne, sucumbe a las injurias. Y así como la Palabra retiene su gloria igual al Padre, así también su carne conserva la naturaleza propia de nuestra raza.

La misma y única persona, no nos cansaremos de repetirlo, es verdaderamente Hijo de Dios y verdaderamente hijo del hombre. Es Dios, porque en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; es hombre, porque la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

Carta 28, a Flaviano (3-4: PL 54, 763-767)

lunes, 24 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Esta cruz no es cruz de solos cuarenta días, sino de toda la vida

Comenzamos hoy la observancia cuaresmal nuevamente presentada con rito solemne, con cuya ocasión también a vosotros se os debe una solemne exhortación por parte nuestra, a fin de que la palabra de Dios presentada por nuestro ministerio nutra el corazón de quienes ayunan en el cuerpo. De esta suerte el hombre interior, alimentado con su manjar especial, podrá llevar a término la maceración del hombre exterior y soportarlo con mayor entereza. Pues es muy conveniente a nuestra devoción que, quienes nos disponemos a celebrar la pasión del Señor crucificado ya próxima, nos fabriquemos nosotros mismos la cruz de la represión de los placeres carnales, como dice el Apóstol: Los que son de Cristo Jesús han crucificado su carne con sus pasiones y deseos.

De esta cruz debe continuamente pender el cristiano durante toda esta vida que discurre en medio de tentaciones. No es este tiempo de arrancar clavos, de los que se dice en el salmo: Traspasa mis carnes con los clavos de tu temor. Las carnes son las concupiscencias carnales; los clavos, los preceptos de la justicia: con estos clavos nos tras pasa el temor de Dios, por cuanto nos crucifica como víctima aceptable para él. Por eso nuevamente dice el Apóstol: Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios. Es, pues, aquella cruz de la que el siervo de Dios no se avergüenza, sino que más bien se gloría de ella diciendo: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en el cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo.

Esta cruz, no es cruz de solos cuarenta días, sino de toda la vida. Por eso, Moisés, Elías y el mismo Señor ayunaron cuarenta días, para insinuarnos en Moisés, en Elías y en el mismo Señor, esto es, en la ley, en los profetas y en el mismo evangelio, que se nos iba a tratar de igual modo, para que no nos ajustemos ni nos apeguemos a este mundo, sino que crucifiquemos al hombre viejo.

Vive siempre así, oh cristiano: si no quieres que tus pies se hundan en el fango, no bajes de la cruz. Y si esto hemos de hacerlo durante toda la vida, ¿cuánto más durante estos días de Cuaresma, en los cuales no sólo se vive, sino que además, está simbolizada la presente vida?

Sermón 205 (1: 1 de Cuaresma: Edit. Maurist., t. 5, 919-920)

domingo, 23 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Para tener un corazón sensible a la miseria ajena, es necesario que primero reconozcas la tuya propia

Puesto que en el conocimiento de la verdad se dan tres grados, voy a intentar distinguirlos, para que así aparezca más claro a cuál de los tres corresponde el duodécimo grado de humildad.

Como es sabido, buscamos la verdad en nosotros, en nuestros prójimos, en sí misma. En nosotros, juzgándonos a nosotros mismos; en nuestros prójimos, compadeciéndonos de sus males; en sí misma, contemplándola con puro corazón. Ten presente tanto el número como el orden. Que la misma Verdad te enseñe primero lo que debes buscar en el prójimo antes que en sí misma. Después de lo cual comprenderás por qué has de buscarla antes en ti que en el prójimo.

En efecto, en la enumeración de las bienaventuranzas que el Señor detalló en el Discurso del monte, colocó a los misericordiosos antes que a los limpios de corazón. Pues los misericordiosos captan en seguida la verdad en sus prójimos al cubrirlos con su personal afecto, al conformarse con ellos por la caridad hasta el punto de sentir como propios sus bienes y sus males: enferman con los enfermos, se abrasan con los que sufren escándalo. Se han acostumbrado a estar alegres con los que ríen y a llorar con los que lloran. Purificada por la caridad fraterna la mirada del corazón, se deleitan contemplando la verdad en sí misma, por cuyo amor toleran los males ajenos. En cambio, los que no se identifican de este modo con los hermanos, sino que por el contrario insultan a los que lloran o envidian a los que están alegres –ya que al no experimentar en sí mismos lo que los otros sienten, no pueden tampoco compartir sus sentimientos–, ¿cómo podrían detectar la verdad en el prójimo? Con razón puede aplicárseles el dicho popular: Ignora el sano lo que siente el enfermo, o el harto lo que sufre el hambriento. Tanto más familiarmente se compadece el enfermo del enfermo y el hambriento del hambriento cuanto están más cercanos en el sufrimiento. Y al igual que la verdad pura sólo el corazón puro es capaz de contemplarla, así también la miseria del hermano es sentida con mayor realismo por un corazón sensible a la miseria.

Ahora bien, para tener un corazón sensible a la miseria ajena, es necesario que primero reconozcas la tuya propia, para que, mirándote a ti, descubras los sentimientos del prójimo y aprendas en ti mismo cómo prestarle ayuda, exactamente a ejemplo de nuestro Salvador, que quiso padecer para aprender a compadecer, vivir la miseria para saber ser misericordioso a fin de que, como de él está escrito: Aprendió sufriendo, a obedecer, aprendiera también a tener misericordia. Y no es que antes no supiera ser misericordioso aquel cuya misericordia no tiene ni principio ni fin, sino que aprendió por experiencia temporal lo que ya sabía por naturaleza desde la eternidad.

Tratado sobre los grados de la humildad y la soberbia (III, 6: Opera omnia, Edit. Cisterc. 3, 1963, 20-21)

sábado, 22 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Unirse a Dios, único bien verdadero

Donde está el corazón del hombre allí está también su tesoro; pues el Señor no suele negar la dádiva buena a los que se la han pedido. Y ya que el Señor es bueno, y mucho más bueno todavía para con los que le son fieles, abracémonos a él, estemos de su parte con toda nuestra alma, con todo el corazón, con todo el empuje de que seamos capaces, para que permanezcamos en su luz, contemplemos su gloria y disfrutemos de la gracia del deleite sobrenatural. Elevemos, por lo tanto, nuestros espíritus hasta el Sumo bien, estemos en él y vivamos en él, unámonos a él, ya que su ser supera toda inteligencia y todo conocimiento, y goza de paz y tranquilidad perpetuas, una paz que supera también toda inteligencia y toda percepción.

Este es el bien que lo penetra todo, que hace que todos vivamos en él y dependamos de él, mientras que él no tiene nada sobre sí, porque es divino; pues no hay nadie bueno, sino sólo Dios, y, por lo tanto, todo lo bueno es divino, y todo lo divino es bueno; por ello se dice: Abres tú la mano, y sacias de favores a todo viviente; pues por la bondad de Dios se nos otorgan efectivamente todos los bienes, sin mezcla alguna de mal. Bienes que la Escritura promete a los fieles, al decir: Lo sabroso de la tierra comeréis.

Hemos muerto con Cristo y llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Cristo, para que la vida de Cristo se manifieste en nosotros. No vivimos ya aquella vida nuestra, sino la de Cristo, una vida de inocencia, de castidad, de simplicidad y de toda clase de virtudes; y ya que hemos resucitado con Cristo, vivamos en él, ascendamos en él, para que la serpiente no pueda dar en la tierra con nuestro talón para herirlo.

Huyamos de aquí. Puedes huir en espíritu, aunque sigas retenido en tu cuerpo; puedes seguir estando aquí, y estar, al mismo tiempo, junto al Señor, si tu alma se adhiere a él, si andas tras sus huellas con tus pensamientos, si sigues sus caminos con la fe y no a base de apariencias, si te refugias en él, ya que él es refugio y fortaleza, como dice David: A ti, Señor, me acojo: no quede yo derrotado para siempre.

Conque si Dios es nuestro refugio y se halla en el cielo y sobre los cielos, es hacia allí hacia donde hay que huir, donde está la paz, donde nos aguarda el descanso de nuestros afanes y la saciedad de un gran sábado, como dijo Moisés: El descanso de la tierra os servirá de alimento. Pues la saciedad, el placer y el sosiego están en descansar en Dios y contemplar su felicidad. Huyamos, pues, como los ciervos, hacia las fuentes de las aguas; que sienta sed nuestra alma como la sentía David. ¿Cuál es aquella fuente? Óyele decir: En ti está la fuente viva. Y que mi alma diga a esta fuente: ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Pues Dios es esa fuente.

Tratado sobre la huida del mundo (Caps 6, 36; 7, 44; 9, 52)

viernes, 21 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

La alianza del Señor

Moisés dice al pueblo en el Deuteronomio: El Señor, nuestro Dios, hizo alianza con nosotros en el Horeb; no hizo esa alianza con nuestros padres, sino con nosotros.

¿Por qué razón no la hizo con nuestros padres? Porque la ley no ha sido instituida para el justo; y los padres eran justos, tenían la eficacia del decálogo inscrita en sus corazones y en sus almas, amaban a Dios, que los había creado, y se abstenían de la injusticia con respecto al prójimo: razón por la cual no había sido necesario amonestarlos con un texto de corrección, ya que llevaban la justicia de la ley dentro de ellos.

Pero cuando esta justicia y este amor hacia Dios cayeron en olvido y se extinguieron en Egipto, Dios, a causa de su mucha misericordia hacia los hombres, tuvo que manifestarse a sí mismo mediante la palabra.

Con su poder, sacó de Egipto al pueblo para que el hombre volviese a seguir a Dios; y afligía con prohibiciones a sus oyentes, para que nadie despreciara a su Creador.

Y lo alimentó con el maná, para que recibiera un alimento espiritual, como dice también Moisés en el Deuteronomio: Te alimentó con el maná, que tus padres no conocieron, para enseñarte que no sólo vive el hombre de pan, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios.

Exigía también el amor hacia Dios e insinuaba la justicia que se debe al prójimo, para que el hombre no fuera injusto ni indigno para con Dios, preparando de antemano al hombre, mediante el decálogo, para su amistad y la concordia que debe mantener con su prójimo; cosas todas provechosas para el hombre, ya que Dios no necesita nada de él.

Efectivamente, todo esto glorificaba al hombre, completando lo que le faltaba, esto es, la amistad de Dios; pero a Dios no le era de ninguna utilidad, pues Dios no necesitaba del amor del hombre.

En cambio, al hombre le faltaba la gloria de Dios, y era absolutamente imposible que la alcanzara, a no ser por su empeño en agradarle. Por eso, dijo también Moisés al pueblo: Elige la vida, y viviréis tú y tu descendencia, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz, pegándote a él, pues él es tu vida y tus muchos años en la tierra.

A fin de preparar al hombre para semejante vida, el Señor dio, por sí mismo y para todos los hombres, las palabras del decálogo: por ello, estas palabras continúan válidas también para nosotros, y la venida en carne de nuestro Señor no las abrogó, antes al contrario les dio plenitud y universalidad.

En cambio, aquellas otras palabras que contenían sólo un significado de servidumbre, aptas para la erudición y el castigo del pueblo de Israel, las dio separadamente, por medio de Moisés, y sólo para aquel pueblo, tal como dice el mismo Moisés: Yo os enseño los mandatos y decretos que me mandó el Señor.

Aquellos preceptos, pues, que fueron dados como signo de servidumbre a Israel han sido abrogados por la nueva alianza de libertad; en cambio, aquellos otros que forman parte del mismo derecho natural y son origen de libertad para todos los hombres, quiso Dios que encontraran mayor plenitud y universalidad, concediendo con largueza y sin límites que todos los hombres pudieran conocerlo como padre adoptivo, pudieran amarlo y pudieran seguir, sin dificultad, a aquel que es su Palabra.

Tratado contra las herejías (Lib 4,16, 1-5: SC 100, 564-572)

jueves, 20 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Del verdadero temor de Dios ¡Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos!

Siempre que en las Escrituras se habla del temor del Señor, hay que tener en cuenta que nunca se habla sólo de él, como si el temor fuera suficiente para conducir la fe hasta su consumación, sino que se le añaden o se le anteponen muchas otras cosas por las que pueda comprenderse la razón de ser y la perfección del temor del Señor; como podemos deducir de lo dicho por Salomón en los Proverbios: Si invocas a la inteligencia y llamas a la prudencia, si la procuras como el dinero y la buscas como un tesoro, entonces comprenderás el temor del Señor.

Vemos, en efecto, a través de cuántos grados se llega al temor del Señor. Ante todo, hay que invocar a la inteligencia y dedicarse a toda suerte de menesteres intelectuales, así como buscarla y tratar de dar con ella; entonces podrá comprenderse el temor del Señor. Pues, por lo que se refiere a la manera común del pensar humano, no es así como se acostumbra a entender el temor.

El temor, en efecto, se define como el estremecimiento de la debilidad humana que rechaza la idea de tener que soportar lo que no quiere que acontezca. Existe y se conmueve dentro de nosotros a causa de la conciencia de la culpa, del derecho del más fuerte, del ataque del más valiente, ante la enfermedad, ante la acometida de una fiera o el padecimiento de cualquier mal. Nadie nos enseña este temor, sino que nuestra frágil naturaleza nos lo pone delante. Tampoco aprendemos lo que hemos de temer, sino que son los mismos objetos del temor los que lo suscitan en nosotros.

En cambio, del temor del Señor, así está escrito: Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. De manera que el temor de Dios tiene que ser aprendido, puesto que se enseña. No se lo encuentra en el miedo, sino en el razonamiento doctrinal; no brota de un estremecimiento natural, sino que es el resultado de la observancia de los mandamientos, de las obras de una vida inocente y del conocimiento de la verdad.

Pues, para nosotros, el temor de Dios reside todo él en el amor, y su contenido es el ejercicio de la perfecta caridad: obedecer los consejos de Dios, atenerse a sus mandatos y confiar en sus promesas. Oigamos, pues, a la Escritura que dice: Ahora, Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios? Que temas al Señor, tu Dios, que sigas sus caminos y lo ames, que guardes sus preceptos con todo el corazón y con toda el alma, para tu bien.

Muchos son, en efecto, los caminos del Señor, siendo así que él mismo es el camino. Pero, cuando habla de sí mismo, se denomina a sí mismo «camino», y muestra la razón de llamarse así, cuando dice: Nadie va al Padre, sino por mí.

Hay que interesarse, por tanto, e insistir en muchos caminos, para poder encontrar el único que es bueno, ya que, a través de la doctrina de muchos, hemos de hallar un solo camino de vida eterna. Pues hay caminos en la ley, en los profetas, en los evangelios, en los apóstoles, en las diversas obras de los mandamientos, y son bienaventurados los que andan por ellos, en el temor de Dios.

Tratado sobre el salmo 127 (1-3: CSEL 24, 628-630)

miércoles, 19 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Protector y custodio fiel

La norma general que regula la concesión de gracias singulares a una criatura racional determinada es la de que, cuando la gracia divina elige a alguien para un oficio singular o para ponerle en un estado preferente, le concede todos aquellos carismas que son necesarios para el ministerio que dicha persona ha de desempeñar.

Esta norma se ha verificado de un modo excelente en san José, que hizo las veces de padre de nuestro Señor Jesucristo y que fue verdadero esposo de la Reina del universo y Señora de los ángeles. José fue elegido por el eterno Padre como protector y custodio fiel de sus principales tesoros, esto es, de su Hijo y de su Esposa, y cumplió su oficio con insobornable fidelidad. Por eso le dice el Señor: Eres un empleado fiel y cumplidor; pasa al banquete de tu Señor.

Si relacionamos a José con la Iglesia universal de Cristo, ¿no es este el hombre privilegiado y providencial, por medio del cual la entrada de Cristo en el mundo se desarrolló de una manera ordenada y sin escándalos? Si es verdad que la Iglesia entera es deudora a la Virgen Madre por cuyo medio recibió a Cristo, después de María es san José a quien debe un agradecimiento y una veneración singular.

José viene a ser el broche del antiguo Testamento, broche en el que fructifica la promesa hecha a los patriarcas y los profetas. Sólo él poseyó de una manera corporal lo que para ellos había sido mera promesa.

No cabe duda de que Cristo no sólo no se ha desdicho de la familiaridad y respeto que tuvo con él durante su vida mortal como si fuera su padre, sino que la habrá completado y perfeccionado en el cielo.

Por eso, también con razón, se dice más adelante: Pasa al banquete de tu Señor. Aun cuando el gozo significado por este banquete es el que entra en el corazón del hom bre, el Señor prefirió decir: Pasa al banquete, a fin de insinuar místicamente que dicho gozo no es puramente interior, sino que circunda y absorbe por doquier al bienaventurado, como sumergiéndole en el abismo infinito de Dios.

Acuérdate de nosotros, bienaventurado José, e intercede con tu oración ante aquel que pasaba por hijo tuyo; intercede también por nosotros ante la Virgen, tu esposa, madre de aquel que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Sermón 2, sobre san José (Opera omnia, 7, 16.27-30)

martes, 18 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

La pasión de todo el cuerpo de Cristo

Señor, te he llamado, ven deprisa. Esto lo podemos decir todos. No lo digo yo solo, lo dice el Cristo total. Pero se refiere, sobre todo, a su cuerpo personal; ya que, cuando se encontraba en este mundo, Cristo oró con su ser de carne, oró al Padre con su cuerpo, y, mientras oraba, gotas de sangre destilaban de todo su cuerpo. Así está escrito en el Evangelio: Jesús oraba con más insistencia, y sudaba como gotas de sangre. ¿Qué quiere decir el flujo de sangre de todo su cuerpo sino la pasión de los mártires de la Iglesia?

Señor, te he llamado, ven deprisa; escucha mi voz cuando te llamo. Pensabas que ya estaba resuelta la cuestión de la plegaria con decir: Te he llamado. Has llamado, pero no te quedes ya tranquilo. Si se acaba la tribulación, se acaba la llamada; pero si, en cambio, la tribulación de la Iglesia y del cuerpo de Cristo continúa hasta el fin de los tiempos, no sólo has de decir: Te he llamado, ven deprisa, sino también: Escucha mi voz cuando te llamo.

Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde. Cualquier cristiano sabe que esto suele referirse a la misma cabeza de la Iglesia. Pues, cuando ya el día declinaba hacia su atardecer, el Señor entregó, en la cruz, el alma que después había de recobrar, porque no la perdió en contra de su voluntad. Pero también nosotros estábamos representados allí. Pues lo que de él colgó en la cruz era lo que había recibido de nosotros. Si no, ¿cómo es posible que, en un momento dado, Dios Padre aleje de sí y abandone a su único Hijo, que es un solo Dios con él? Y, no obstante, al clavar nuestra debilidad en la cruz, donde, como dice el Apóstol, nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, exclamó con la voz de aquel mismo hombre nuestro: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Por tanto, la ofrenda de la tarde fue la pasión del Señor, la cruz del Señor, la oblación de la víctima saludable, el holocausto acepto a Dios. Aquella ofrenda de la tarde se convirtió en ofrenda matutina por la resurrección. La oración brota, pues, pura y directa del corazón creyente, como se eleva desde el ara santa el incienso. No hay nada más agradable que el aroma del Señor: que todos los creyentes huelan así.

Así, pues, nuestro hombre viejo —son palabras del Apóstol— ha sido crucificado con Cristo, quedando destruida nuestra personalidad de pecadores y nosotros libres de la esclavitud del pecado.

Comentario sobre el salmo 140 (4-6: CCL 40, 2028-2029)

lunes, 17 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Moisés y Cristo

Los judíos pudieron contemplar milagros. Tú los verás también, y más grandes todavía, más fulgurantes que cuando los judíos salieron de Egipto. No viste al Faraón ahogado con sus ejércitos, pero has visto al demonio sumergido con los suyos. Los judíos traspasaron el mar; tú has traspasado la muerte. Ellos se liberaron de los egipcios; tú te has visto libre del maligno. Ellos escaparon de la esclavitud en un país extranjero; tú has huido de la esclavitud del pecado, mucho más penosa todavía.,

¿Quieres conocer de otra manera cómo has sido honrado con mayores favores? Los judíos no pudieron, entonces, mirar de frente el rostro glorificado de Moisés, siendo así que no era más que un hombre al servicio del mismo Señor que ellos; tú, en cambio, has visto el rostro de Cristo en su gloria. Y Pablo afirma: Nosotros todos, que llevamos la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor.

Ellos tenían entonces a Cristo que los seguía; con mucha más razón, nos sigue él ahora. Porque, entonces, el Señor los acompañaba en atención a Moisés; a nosotros, en cambio, no nos acompaña solamente en atención a Moisés, sino también por nuestra propia docilidad. Para los judíos, después de Egipto, estaba el desierto; para ti, después del éxodo de esta vida, está el cielo. Ellos tenían, en la persona de Moisés, un guía y un jefe excelente; nosotros tenemos otro Moisés, Dios mismo, que nos guía y nos gobierna.

¿Cuál era, en efecto, la característica de Moisés? Moisés –dice la Escritura– era el hombre más sufrido del mundo. Pues bien, esta cualidad puede muy bien atribuírsele a nuestro Moisés, ya que se encuentra asistido por el dulcísimo Espíritu que le es íntimamente consubstancial. Moisés levantó, en aquel tiempo, sus manos hacia el cielo e hizo descender el pan de los ángeles, el maná; nuestro Moisés levanta hacia el cielo sus manos y nos consigue un alimento eterno. Aquél golpeó la roca e hizo correr un manantial; éste toca la mesa, golpea la mesa espiritual y hace que broten las aguas del Espíritu. Por esta razón, la mesa se halla situada en medio, como una fuente, con el fin de que los rebaños puedan, desde cualquier parte, afluir a ella y abrevarse con sus corrientes salvadoras.

Puesto que tenemos a nuestra disposición una fuente semejante, un manantial de vida como éste, y puesto que la mesa rebosa de bienes innumerables y nos inunda de espirituales favores, acerquémonos con un corazón sincero y una conciencia pura, a fin de recibir gracia y piedad que nos socorran en el momento oportuno. Por la gracia y la misericordia del Hijo único de Dios, nuestro Señor y salvador Jesucristo, por quien sean dados al Padre, con el Espíritu Santo, gloria, honor y poder, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

Catequesis 3 (24-27: SC 50, 165-167)

domingo, 16 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Angosto y estrecho es el callejón que lleva a la vida

Veamos qué es lo que a continuación se le ordena a Moisés y qué ruta se le manda elegir. Se le ordena, en efecto: Di a los israelitas que se vuelvan y acampen en Fehirot, entre Migdal y el mar, frente a Baal Safón.

Tú quizá te imaginabas que el camino indicado por Dios era un camino llano y cómodo, sin ningún tipo de dificultad o esfuerzo. No, es una ascensión y una ascensión tortuosa. El camino que conduce a la virtud no es un descenso: se asciende y se asciende escarpadamente, trabajosamente.

Escucha también lo que dice el Señor en el evangelio: ¡Qué angosta es la puerta y qué estrecho el callejón que llevan a la vida! Fíjate hasta qué punto el evangelio concuerda con la ley. En la ley, el camino de la virtud se presenta como una subida tortuosa; en los evangelios se dice que el camino que conduce a la vida es angosto y estrecho. ¿No es verdad que hasta los mismos ciegos pueden claramente ver aquí que la ley y los evangelios han sido escritos por un solo y mismo Espíritu? Así pues, el camino que toman es una ascensión tortuosa; es, además, la ascensión a una cima o que conduce a una cima. La ascensión se refiere a la acción, la cima a la fe. De esta forma nos enseña que tanto en la acción como en la fe hay gran dificultad y mucho trabajo. En efecto, nos asaltan multitud de tentaciones y hallamos mil tropiezos en la vida de la fe, cuando nos proponemos vivir según Dios.

Viendo esto el Faraón, escucha lo que dice: «éstos están copados». Para el Faraón, yerran los que siguen a Dios, pues el camino de la sabiduría es un camino tortuoso, tiene muchas curvas, infinitas dificultades, innumerables desniveles.

Finalmente, cuando confiesas que hay un solo Dios, afirmando al mismo tiempo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios, ¡qué tortuoso, difícil e intrincado debe parecer esto a los no creyentes! Y cuando seguidamente proclamas que el Señor de la majestad ha sido crucificado y que el Hijo del hombre ha bajado del cielo, ¡qué tortuosas y difíciles deben parecer tales afirmaciones! El que oye esto, si no lo oye con fe, dice que los justos yerran. Pero tú has de permanecer inconmovible y no poner en duda esta fe, en la certeza de que es Dios quien te muestra este camino de fe. Que no se andan los caminos de la vida sin sentir las marejadas de las tentaciones. Nos lo asegura el Apóstol cuando afirma: Todo el que se proponga vivir como buen cristiano será perseguido. Pues para quien va en busca de la vida perfecta, es preferible morir en ruta, que no ponerse siquiera en camino en busca de la perfección.

Homilía 5 sobre el libro del Exodo (3-4: Ed. Maurist. t. 2, 145-146)

sábado, 15 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Los interrogantes más profundos del hombre

El mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y de lo peor, pues tiene abierto el camino para optar entre la libertad o la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado y que pueden aplastarlo o salvarlo. Por ello se interroga a sí mismo.

En realidad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano.

Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior.

Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como débil y pecador, no es raro que haga lo que no quiere y deje de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad.

Son muchísimos los que, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen tiempo para ponerse a considerarlo. Muchos piensan hallar su descanso en una interpretación de la realidad, propuesta de múltiples maneras.

Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro reino del hombre sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos.

Y no faltan, por otra parte, quienes, desesperando de poder dar a la vida un sentido exacto, alaban la audacia de quienes piensan que la existencia carece de toda significación propia y se esfuerzan por darle un sentido puramente subjetivo.

Sin embargo, ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?

Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo, a fin de que pueda responder a su máxima vocación, y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que haya de encontrar la salvación.

Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se hallan en su Señor y Maestro.

Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre.

Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual
Concilio Vaticano II (Núms 9-10)

viernes, 14 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Debemos practicar la caridad fraterna según el ejemplo de Cristo

Nada nos anima tanto al amor de los enemigos, en el que consiste la perfección de la caridad fraterna, como la grata consideración de aquella admirable paciencia con la que aquel que era el más bello de los hombres entregó su atractivo rostro a las afrentas de los impíos, y sometió sus ojos, cuya mirada rige todas las cosas, a ser velados por los inicuos; aquella paciencia con la que presentó su espalda a la flagelación, y su cabeza, temible para los principados y potestades, a la aspereza de las espinas; aquella paciencia con la que se sometió a los oprobios y malos tratos, y con la que, en fin, admitió pacientemente la cruz, los clavos, la lanza, la hiel y el vinagre, sin dejar de mantenerse en todo momento suave, manso y tranquilo. En resumen, como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.

¿Habrá alguien que, al escuchar aquella frase admirable, llena de dulzura, de caridad, de inmutable serenidad: Padre, perdónalos, no se apresure a abrazar con toda su alma a sus enemigos? Padre –dijo–, perdónalos. ¿Quedaba algo más de mansedumbre o de caridad que pudiera añadirse a esta petición?

Sin embargo, se lo añadió. Era poco interceder por los enemigos; quiso también excusarlos. «Padre —dijo—, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Son, desde luego, grandes pecadores, pero muy poco perspicaces; por tanto, Padre, perdónalos. Crucifican; pero no saben a quién crucifican, porque, si lo hubieran sabido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria; por eso, Padre, perdónalos. Piensan que se trata de un prevaricador de la ley, de alguien que se cree presuntuosamente Dios, de un seductor del pueblo. Pero yo les había escondido mi rostro, y no pudieron conocer mi majestad; por eso, Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».

En consecuencia, para que el hombre se ame rectamente a sí mismo, procure no dejarse corromper por ningún atractivo mundano. Y para no sucumbir ante semejantes inclinaciones, trate de orientar todos sus afectos hacia la suavidad de la naturaleza humana del Señor. Luego, para sentirse serenado más perfecta y suavemente con los atractivos de la caridad fraterna, trate de abrazar también a sus enemigos con un verdadero amor.

Y para que este fuego divino no se debilite ante las injurias, considere siempre con los ojos de la mente la serena paciencia de su amado Señor y Salvador.

Espejo de caridad (Lib 3, 5: PL 195, 582)

jueves, 13 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

)

El verdadero cordero se inmoló por nosotros

Los israelitas en Egipto inmolaron un cordero siguiendo las órdenes e instrucciones de Moisés. Se les mandó añadir también panes ázimos y verduras amargas. Pues realmente así está escrito: Durante siete días comerás panes ázimos y verduras amargas. ¿Deberemos también nosotros estar eternamente ligados a los símbolos y a las figuras? ¿Qué pensar entonces de aquellas palabras de Pablo, que indudablemente era un experto en cuestiones legales y uno de los más insignes por su sabiduría, sabemos que la ley es espiritual? ¿Es que cabe dudar de un hombre –me pregunto–, portador de Cristo, que hablaba rectamente y que hubiera sido incapaz de propalar falsedades? ¿A título de qué deberemos también nosotros someternos a la antigua ley, desde el momento en que Cristo ha afirmado taxativamente: No creáis que he venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán?

Así pues, aquel verdadero cordero, que quita el pecado del mundo, se inmoló también por nosotros, que estamos llamados a la santidad mediante la fe. Acerquémonos en su compañía a aquellos banquetes espirituales, sublimes y realmente santos, prefigurados en cierto modo por los ázimos prescritos en la ley, y que espiritualmente han de ser recibidos. De hecho, en las sagradas Escrituras la levadura ha sido siempre considerada como símbolo de la iniquidad y del pecado. Por lo cual, nuestro Señor Jesucristo exhorta a sus santos discípulos que se abstengan del pan fermentado de los fariseos y saduceos, diciendo: Tened cuidado con la levadura de los fariseos y saduceos. Igualmente, el doctísimo Pablo escribe a los santificados recomendándoles que se mantengan lo más alejados posible de la levadura de la impureza que mancha el alma: Barred –dice– la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ázimos.

Para estar espiritualmente unidos a Cristo, nuestro Salvador, y tener un alma pura, no es, pues, inútil, antes muy necesario y hemos de tomarlo muy a pecho, librarnos de nuestras miserias y evitar el pecado; en una palabra, mantener nuestra alma alejada de todo lo que pudiera contaminarla. De este modo, libres de todo culpable remordimiento, podremos acercarnos dignamente a la comunión.

Pero hemos de añadir asimismo verduras amargas, es decir, hemos de aceptar la amargura de las arduas fatigas para poder llegar a la consecución de la paciencia. En primer lugar, ciertamente, por sí mismas. Sería efectivamente de lo más absurdo pensar que los hombres piadosos puedan conseguir la virtud de modo diverso, imponerse a la ajena estimación por medio de grandes fatigas, sin tener ellos mismos que superar luchas y dificultades, para dar de este modo un ejemplo luminoso y magnífico de fortaleza. Porque el camino de la virtud es áspero, está erizado de dificultades y es asequible a pocos. Es llano y fácil solamente para quienes lo recorren con ánimo alegre, sin temor a afrontar las dificultades, y ofreciéndose espontáneamente a las fatigas.

También a esto nos exhorta el mismo Cristo con estas palabras: Entrad por la puerta angosta; porque ancha es la puerta y amplia la calle que llevan a la perdición, y muchos entran por ellas. ¡Qué angosta es la puerta y qué estrecho el callejón que llevan a la vida! Y pocos dan con ellos.

Homilía pascual 19 (2: PG 77, 823-825)

miércoles, 12 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

)

La circuncisión del corazón

La ley y la alianza fueron transformadas totalmente. Dios cambió el primer pacto, hecho con Adán, e impuso otro a Noé; luego, concertó otro también con Abrahán, que cambió para darle uno nuevo a Moisés. Y como la alianza mosaica no fue observada, otorgó otra en la última generación, alianza que, en adelante, ya no habría de cambiarse. Pues, a Adán, le había impuesto el precepto de que no comiera del árbol de la vida; para Noé, hizo aparecer el arco iris sobre las nubes; luego, a Abrahán, elegido ya a causa de su fe, le entregó la circuncisión, como señal para la posteridad; Moisés tuvo, a su vez, el cordero pascual, como propiciación para el pueblo.

Y cada uno de estos pactos era diferente de los otros. En efecto, la circuncisión que da por buena aquel que selló los pactos es la aludida por Jeremías: Quitad el prepucio de vuestros corazones. Y, si se mantuvo firme el pacto que Dios sellara con Abrahán, también éste es firme y fiel, y no podrá añadírsele ninguna otra ley, ya tenga su origen en los que se hallan fuera de la ley, ya en los sometidos a ella.

Dios, en efecto, dio a Moisés una ley con todos sus preceptos y observancias, pero como no la guardaron, abrogó lo mismo la ley que sus preceptos; y prometió que daría una alianza nueva que habría de ser distinta de la anterior, por más que no haya sino un mismo dador de ambas. Y ésta es la alianza que prometió que daría: Todos me conocerán, desde el pequeño al grande. Y en esta alianza ya no hay circuncisión de la carne que sirva de señal del pueblo.

Sabemos con certeza, queridos hermanos, que Dios fue otorgando distintas leyes a lo largo de las varias generaciones, y que dichas leyes estuvieron en vigor mientras a él le plugo, y luego quedaron anticuadas, de acuerdo con lo que el Apóstol dice: A través de muchas semejanzas, el reino de Dios fue subsistiendo en cada momento histórico de la antigüedad.

Efectivamente, nuestro Dios es veraz, y sus preceptos son fidelísimos; por eso cada uno de los pactos se mantuvo firme en su tiempo y se comprobó como verdadero, y ahora los que son circuncisos de corazón viven y se circuncidan de nuevo en el verdadero Jordán, que es el bautismo de la remisión de los pecados.

Josué, hijo de Nun, circuncidó por segunda vez al pueblo con un cuchillo de piedra, cuando él y su pueblo atravesaron el Jordán; Jesús, nuestro salvador, circuncidó por segunda vez, con la circuncisión del corazón, a todas las gentes que creyeron en él y se purificaron con el bautismo, y lo hizo con la espada de su palabra, más tajante que espada de doble filo. Josué, hijo de Nun, hizo pasar al pueblo a la tierra prometida; Jesús, nuestro salvador, prometió la tierra de la vida a todos los que estuvieran dispuestos a pasar el verdadero Jordán, creyeran y fueran circuncidados en su corazón.

Bienaventurados, pues, quienes fueron circuncidados en el corazón y volvieron a nacer de las aguas de la segunda circuncisión; éstos serán quienes reciban la herencia junto con Abrahán, guía fiel y padre de todas las gentes, porque su fe le valió la justificación.

Demostración 11, sobre la circuncisión (11-12: PS 1, 498-503)

martes, 11 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

El que nos dio la vida nos enseñó también a orar

Los preceptos evangélicos, queridos hermanos, no son otra cosa que las enseñanzas divinas, fundamentos que edifican la esperanza, cimientos que corroboran la fe, alimentos del corazón, gobernalle del camino, garantía para la obtención de la salvación; ellos instruyen en la tierra las mentes dóciles de los creyentes, y los conducen a los reinos celestiales.

Muchas cosas quiso Dios que dijeran e hicieran oír los profetas, sus siervos; pero cuánto más importantes son las que habla su Hijo, las que atestigua con su propia voz la misma Palabra de Dios, que estuvo presente en los profetas, pues ya no pide que se prepare el camino al que viene, sino que es él mismo quien viene abriéndonos y mostrándonos el camino, de modo que quienes, ciegos y abandonados, errábamos antes en las tinieblas de la muerte, ahora nos viéramos iluminados por la luz de la gracia y alcanzáramos el camino de la vida, bajo la guía y dirección del Señor.

El cual, entre todos los demás saludables consejos y divinos preceptos con los que orientó a su pueblo para la salvación, le enseñó también la manera de orar, y, a su vez, él mismo nos instruyó y aconsejó sobre lo que teníamos que pedir. El que nos dio la vida nos enseñó también a orar, con la misma benignidad con la que da y otorga todo lo demás, para que fuésemos escuchados con más facilidad, al dirigirnos al Padre con la misma oración que el Hijo nos enseñó.

El Señor había ya predicho que se acercaba la hora en que los verdaderos adoradores adorarían al Padre en espíritu y verdad; y cumplió lo que antes había prometido, de tal manera que nosotros, que habíamos recibido el espíritu y la verdad como consecuencia de su santificación, adoráramos a Dios verdadera y espiritualmente, de acuerdo con sus normas.

¿Pues qué oración más espiritual puede haber que la que nos fue dada por Cristo, por quien nos fue también enviado el Espíritu Santo, y qué plegaria más verdadera ante el Padre que la que brotó de labios del Hijo, que es la verdad? De modo que orar de otra forma no es sólo ignorancia, sino culpa también, pues él mismo afirmó: Anuláis el mandamiento de Dios por mantener vuestra tradición.

Oremos, pues, hermanos queridos, como Dios, nuestro maestro, nos enseñó. A Dios le resulta amiga y familiar la oración que se le dirige con sus mismas palabras, la misma oración de Cristo que llega a sus oídos.

Cuando hacemos oración, que el Padre reconozca las palabras de su propio Hijo; el mismo que habita dentro del corazón sea el que resuene en la voz, y, puesto que lo tenemos como abogado por nuestros pecados ante el Padre, al pedir por nuestros delitos; como pecadores que somos, empleemos las mismas palabras de nuestro defensor. Pues, si dice que hará lo que pidamos al Padre en su nombre, ¿cuánto más eficaz no será nuestra oración en el nombre de Cristo, si la hacemos, además, con sus propias palabras?

Tratado sobre el Padrenuestro (Caps 1-3: CSEL 3, 267-268)

lunes, 10 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Actualicemos unos con otros la bondad del Señor

Reconoce de dónde te viene que existas, que tengas vida, inteligencia y sabiduría, y, lo que está por encima de todo, que conozcas a Dios, tengas la esperanza del reino de los cielos y aguardes la contemplación de la gloria (ahora, ciertamente, de forma enigmática y como en un espejo, pero después de manera más plena y pura); reconoce de dónde te viene que seas hijo de Dios, coheredero de Cristo, y, dicho con toda audacia, que seas, incluso, convertido en Dios. ¿De dónde y por obra de quién te vienen todas estas cosas?

Limitándonos a hablar de las realidades pequeñas que se hallan al alcance de nuestros ojos, ¿de quién procede el don y el beneficio de que puedas contemplar la belleza del cielo, el curso del sol, la órbita de la luna, la muchedumbre de los astros y la armonía y el orden que resuenan en todas estas cosas, como en una lira?

¿Quién te ha dado las lluvias, la agricultura, los alimentos, las artes, las casas, las leyes, la sociedad, una vida grata y a nivel humano, así como la amistad y familiaridad con aquellos con quienes te une un verdadero parentesco?

¿A qué se debe que puedas disponer de los animales, en parte como animales domésticos y en parte como alimento?

¿Quién te ha constituido dueño y señor de todas las cosas que hay en la tierra?

¿Quién ha otorgado al hombre, para no hablar de cada cosa una por una, todo aquello que le hace estar por encima de los demás seres vivientes?

¿Acaso no ha sido Dios, el mismo que ahora solicita tu benignidad, por encima de todas las cosas y en lugar de todas ellas? ¿No habríamos de avergonzarnos, nosotros, que tantos y tan grandes beneficios hemos recibido o esperamos de él, si ni siquiera le pagáramos con esto, con nuestra benignidad? Y si él, que es Dios y Señor, no tiene a menos llamarse nuestro Padre, ¿vamos nosotros a renegar de nuestros hermanos?

No consintamos, hermanos y amigos míos, en administrar de mala manera lo que, por don divino, se nos ha concedido, para que no tengamos que escuchar aquellas palabras: Avergonzaos, vosotros, que retenéis lo ajeno, proponeos la imitación de la equidad de Dios, y nadie será pobre.

No nos dediquemos a acumular y guardar dinero, mientras otros tienen que luchar en medio de la pobreza, para no merecer el ataque acerbo y amenazador de las palabras del profeta Amós: Escuchad, los que decís: «¿Cuándo pasará la luna nueva para vender el trigo, y el sábado para ofrecer el grano?».

Imitemos aquella suprema y primordial ley de Dios, que hace llover sobre los justos y los pecadores, y hace salir igualmente el sol para todos; que pone la tierra, las fuentes, los ríos y los bosques a disposición de todos sus habitantes; el aire se lo entrega a las aves, y el agua a los que viven en ella, y a todos da, con abundancia, los subsidios para su existencia, sin que haya autoridad de nadie que los detenga, ni ley que los circunscriba, ni fronteras que los separen; se lo entregó todo en común, con amplitud y abundancia, y sin deficiencia alguna. Así enaltece la uniforme dignidad de la naturaleza con la igualdad de sus dones, y pone de manifiesto las riquezas de su benignidad.

Sermón 14, sobre el amor a los pobres (23-25: PG 35, 887-890)

domingo, 9 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

La pasión de Cristo como premio de la piedad

Para que por medio de Cristo se revelara la gracia del nuevo Testamento, que no dice relación con la vida temporal, sino con la eterna, no convenía que el hombre Cristo fuera propuesto como ejemplo de felicidad eterna. Esto explica la sujeción, la pasión, la flagelación, los salivazos, los desprecios, la cruz, las heridas y la misma muerte como a un vencido y derrotado, para que sus fieles supieran cuál era el premio que por la piedad cabía pedir y esperar de Aquel cuyos hijos han llegado a ser; no fuera que sus servidores se consagraran al servicio de Dios con la intención de conseguir —como una gran cosa—, la felicidad eterna, desdeñando y conculcando su fe, considerándola de escasísimo valor.

Por esta razón, el hombre-Cristo que es al mismo tiempo el Dios-Cristo, por cuya misericordiosísima humanidad y en cuya condición de siervo deberemos aprender lo que hemos de desdeñar en esta vida y lo que hemos de esperar en la otra, durante su pasión —en la que sus enemigos se consideraban los grandes vencedores—, hizo suya la voz de nuestra debilidad, en la que era también crucificado nuestro hombre viejo, y dijo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Por la voz, pues, de nuestra debilidad, que en sí transfiguró nuestra cabeza, se dice en el salmo 21: Dios mío, Dios mío, mírame, ¿por qué me has abandonado?, pues el que ora, si no es escuchado, se siente abandonado. Esta es la voz que Jesús transfiguró en sí mismo, a saber, la voz de su cuerpo, es decir, de su Iglesia, que iba a ser transformada de hombre viejo en hombre nuevo; a saber, la voz de su debilidad humana, a la que fue preciso negarle los bienes del antiguo Testamento, para que aprendiera de una vez a desear y a esperar los bienes del nuevo Testamento.

Carta 140 (13-15), Libro sobre la gracia del nuevo Testamento (CSEL 44, 164-166)

sábado, 8 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

La amistad de Dios

Nuestro Señor Jesucristo, Palabra de Dios, comenzó por atraer hacia Dios a los siervos, y luego liberó a los que se le habían sometido, como él mismo dijo a sus discípulos: Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. Pues la amistad de Dios otorga la inmortalidad a quienes la aceptan.

Al principio, y no porque necesitase del hombre, Dios plasmó a Adán, precisamente para tener en quien depositar sus beneficios. Pues no sólo antes de Adán, sino antes también de cualquier creación, la Palabra glorificaba ya a su Padre, permaneciendo junto a él, y, a su vez, era glorificada por el Padre, como la misma Palabra dijo: Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese.

Ni nos mandó que lo siguiésemos porque necesitara de nuestro servicio, sino para salvarnos a nosotros. Porque seguir al Salvador equivale a participar de la salvación, y seguir a la luz es lo mismo que quedar iluminado.

Efectivamente, quienes se hallan en la luz no son los que iluminan a la luz, sino ésta la que los ilumina a ellos; ellos, por su parte, no dan nada a la luz, mientras que, en cambio, reciben su beneficio, pues se ven iluminados por ella.

Así sucede con el servir a Dios, que a Dios no le da nada, ya qué Dios no tiene necesidad de los servicios humanos; él, en cambio, otorga la vida, la incorrupción y la gloria eterna a los que lo siguen y sirven, con lo que beneficia a los que lo sirven por el hecho de servirlo, y a los que lo siguen por el de seguirlo, sin percibir beneficio ninguno de parte de ellos: pues Dios es rico, perfecto y sin indigencia alguna.

Por eso él requiere de los hombres que lo sirvan, para beneficiar a los que perseveran en su servicio, ya que Dios es bueno y misericordioso. Pues en la misma medida en que Dios no carece de nada, el hombre se halla indigente de la comunión con Dios.

En esto consiste precisamente la gloria del hombre, en perseverar y permanecer en el servicio de Dios. Y por esta razón decía el Señor a sus discípulos: No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido, dando a entender que no lo glorificaban al seguirlo, sino que, por seguir al Hijo de Dios, era éste quien los glorificaba a ellos. Y por esto también dijo: Este es mi deseo: que éstos estén donde yo estoy y contemplen mi gloria.

Tratado sobre las herejías (Lib 4, 13, 4-14, 1: SC 100, 534-540)

viernes, 7 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

La oración es luz del alma

El sumo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con él: y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no esté limitada a untiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolongue día y noche sin interrupción.

Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios, de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.

La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que, llorando, llama a su madre; por la oración, el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible.

Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos. Me estoy refiriendo a la oración de verdad, no a las simples palabras: la oración que es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables.

El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma.

Cuando quieras reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la humildad y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y embellécelo con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la oración, a fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en ella como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia divina, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo del alma.

Homilía 6 sobre la oración (PG 64, 462-466)

jueves, 6 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Purificación espiritual por el ayuno y la misericordia

Siempre, hermanos, la misericordia del Señor llena la tierra, y la misma creación natural es, para cada fiel, verdadero adoctrinamiento que lo lleva a la adoración de Dios, ya que el cielo y la tierra, el mar y cuanto en ellos hay manifiestan la bondad y omnipotencia de su autor, y la admirable belleza de todos los elementos que le sirven está pidiendo a la criatura inteligente una acción de gracias.

Pero cuando se avecinan estos días, consagrados más especialmente a los misterios de la redención de la humanidad, estos días que preceden a la fiesta pascual, se nos exige, con más urgencia, una preparación y una purificación del espíritu.

Porque es propio de la festividad pascual que toda la Iglesia goce del perdón de los pecados, no sólo aquellos que nacen en el sagrado bautismo, sino también aquellos que, desde hace tiempo, se cuentan ya en el número de los hijos adoptivos.

Pues si bien los hombres renacen a la vida nueva principalmente por el bautismo, como a todos nos es necesario renovarnos cada día de las manchas de nuestra condición pecadora, y no hay nadie que no tenga que ser cada vez mejor en la escala de la perfección, debemos esforzarnos para que nadie se encuentre bajo el efecto de los viejos vicios el día de la redención.

Por ello, en estos días, hay que poner especial solicitud y devoción en cumplir aquellas cosas que los cristianos deben realizar en todo tiempo; así viviremos, en santos ayunos, esta Cuaresma de institución apostólica, y precisamente no sólo por el uso menguado de los alimentos, sino sobre todo ayunando de nuestros vicios.

Y no hay cosa más útil que unir los ayunos santos y razonables con la limosna, que, bajo la única denominación de misericordia, contiene muchas y laudables acciones de piedad, de modo que, aun en medio de situaciones de fortuna desiguales, puedan ser iguales las disposiciones de ánimo de todos los fieles.

Porque el amor, que debemos tanto a Dios como a los hombres, no se ve nunca impedido hasta tal punto que no pueda querer lo que es bueno. Pues, de acuerdo con lo que cantaron los ángeles: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor, el que se compadece caritativamente de quienes sufren cualquier calamidad es bienaventurado no sólo en virtud de su benevolencia, sino por el bien de la paz.

Las realizaciones del amor pueden ser muy diversas y, así, en razón de esta misma diversidad, todos los buenos cristianos pueden ejercitarse en ellas, no sólo los ricos y pudientes, sino incluso los de posición media y aun los pobres; de este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer limosna son semejantes en el amor y afecto con que la hacen.

Sermón sobre la Cuaresma (1-2; PL 54, 285-287)

miércoles, 5 de marzo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Todo el cuerpo de la Iglesia ha de estar purificado de cualquier tipo de corrupción

Carísimos: entre todos los días que la devoción cristiana celebra con especiales muestras de honor, ninguno tan excelente como la festividad pascual, que consagra en la Iglesia de Dios la dignidad de todas las demás solemnidades. En realidad, hasta la misma generación materna del Señor está orientada a este sacramento, y el Hijo de Dios no tuvo otra razón de nacer, que la de poder ser crucificado. En efecto, en el seno de la Virgen fue asumida una carne mortal; en esta carne mortal se llevó a cabo la economía de la pasión; y, por un designio inefable de la misericordia de Dios, se convirtió en sacrificio de redención, en abolición del pecado y en primicias de la resurrección para la vida eterna. Y si consideramos lo que el mundo entero ha recibido por la cruz del Señor, reconoceremos que para celebrar el día de la Pascua con razón nos preparamos con un ayuno de cuarenta días, a fin de poder participar dignamente en los divinos misterios.

Pues no sólo los supremos pastores o los sacerdotes de segundo rango, ni solos los ministros de los sacramentos, sino todo el cuerpo de la Iglesia y la universalidad de los fieles ha de estar purificada de cualquier tipo de corrupción, para que el templo de Dios –que tiene como cimiento al mismo fundador– sea magnífico en todas sus piedras y luminoso en todas sus partes. Porque si es razonable que se embellezcan con toda clase de adornos las mansiones de los reyes y los palacios de los supremos jerarcas, de suerte que posean moradas más suntuosas aquellos que están en posesión de mayores méritos, ¡con qué esmero no habrá de edificar y con cuánto primor no convendrá decorar la mansión de la misma Deidad! Mansión que aun cuando no pueda iniciarse ni consumarse sin el concurso de su autor, exige sin embargo la colaboración de quien la construye, participando con la propia fatiga en su edificación. El material utilizado en la construcción de este templo es un material vivo y racional, que el espíritu de gracia incita para que voluntariamente se coadune en un todo compacto. Este material es amado y es buscado, para que a su vez busque el que no buscaba y ame el que no amaba, de acuerdo con lo que dice el apóstol san Juan: Nosotros debemos amarnos unos a otros, porque Dios nos amó primero.

Formando, pues, los fieles, global y singularmente considerados, un único y mismo templo de Dios, éste debe ser perfecto en la singularidad de sus miembros como lo es en la' universalidad. Y si bien la belleza de los miembros no es idéntica, ni es posible la igualdad de los méritos, dada la variedad de las partes, sin embargo el aglutinante de la caridad consigue una armoniosa comunión. Pues los que están vinculados por un santo amor, aun cuando no todos participen de los mismos beneficios de la gracia, todos no obstante se alegran mutuamente de sus bienes, y no puede serles extraño nada de lo que aman, por cuanto redunda en propio enriquecimiento la alegría que experimentan en el progreso ajeno.

Tratado 48 (CCL 138A 279-280)