sábado, 31 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Por el camino del amor, también nosotros podemos ascender hasta Cristo

Exultemos, amadísimos, con gozo espiritual y, alegrándonos ante Dios con una digna acción de gracias, elevemos libremente los ojos del corazón hacia aquellas alturas donde se encuentra Cristo. Que los deseos terrenos no consigan deprimir a quienes tienen vocación de excelsitud, ni las cosas perecederas atraigan a quienes están predestinados a las eternas; que los falaces incentivos no retrasen a los que han emprendido el camino de la verdad. Pues de tal modo los fieles han de pasar por estas cosas temporales, que se consideren como peregrinos en el valle de este mundo. En el cual, aunque les halaguen ciertas comodidades, no han de entregarse a ellas desenfrenadamente, sino superarlas con valentía.

A una tal devoción nos incita efectivamente el bienaventurado apóstol Pedro. El, situado en la línea de aquella dilección que sintió renacer en su corazón al socaire de la trina profesión de amor al Señor, que le capacitaba para apacentar el rebaño de Cristo, nos hace esta recomendación: Queridos hermanos, os recomiendo que os apartéis de los deseos carnales, que os hacen la guerra. ¿A las órdenes de quién, sino a las del diablo, hacen la guerra los deseos carnales? El se empeña en uncir a los deleites de los bienes corruptibles a las almas que tienden a los bienes del cielo, tratando de alejarlas de las sedes de que él fue arrojado. Contra cuyas insidias debe todo fiel vigilar sabiamente, para que consiga rechazar a su enemigo sirviéndose de su misma tentación.

Queridos hermanos, nada hay más eficaz contra los engaños del diablo que la benignidad de la misericordia y la generosidad de la caridad, por la que se evita o vence cualquier pecado. Pero la sublimidad de esta virtud no se consigue sin antes eliminar lo que le es contrario. ¿Y hay algo más opuesto a la misericordia y a las obras de caridad que la avaricia, de cuya raíz procede el germen de todos los males? Por lo que si no se sofoca la avaricia en sus mismos incentivos, es inevitable que en el campo del corazón de aquel en quien la planta de este mal crece con toda pujanza, nazcan más bien las espinas y abrojos de los vicios, que semilla alguna de una verdadera virtud.

Resistamos, pues, amadísimos, a este pestífero mal y cultivemos la caridad, sin la que ninguna virtud puede resplandecer. De suerte que por este camino del amor, que Cristo recorrió para bajar a nosotros, podamos también nosotros subir hasta él. A él el honor y la gloria, juntamente con Dios Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

Tratado 74 (5: CCL 138 A, 459-461)

viernes, 30 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Te reservo para cosas más sublimes, te preparo cosas mayores

Esta fe, aumentada por la ascensión del Señor y fortalecida con el don del Espíritu Santo, ya no se amilana por las cadenas, la cárcel, el destierro, el hambre, el fuego, las fieras ni los refinados tormentos de los crueles perseguidores. Hombres y mujeres, niños y frágiles doncellas han luchado, en todo el mundo, por esta fe, hasta derramar su sangre. Esta fe ahuyenta a los demonios, aleja las enfermedades, resucita a los muertos.

Por esto, los mismos apóstoles que, a pesar de los milagros que habían contemplado y de las enseñanzas que habían recibido, se acobardaron ante las atrocidades de la pasión del Señor y se mostraron reacios en admitir el hecho de la resurrección, recibieron un progreso espiritual tan grande de la ascensión del Señor, que todo lo que antes les era motivo de temor se les convirtió en motivo de gozo. Es que su espíritu estaba ahora totalmente elevado por la contemplación de la divinidad, sentada a la derecha del Padre; y al no ver el cuerpo del Señor podían comprender con mayor claridad que aquél no había dejado al Padre, al bajar a la tierra, ni había abandonado a sus discípulos, al subir al cielo.

Entonces, amadísimos, el Hijo del hombre se mostró, de un modo más excelente y sagrado, como Hijo de Dios, al ser recibido en la gloria de la majestad del Padre, y, al alejarse de nosotros por su humanidad, comenzó a estar presente entre nosotros de un modo nuevo e inefable por su divinidad.

Entonces nuestra fe comenzó a adquirir un mayor y progresivo conocimiento de la igualdad del Hijo con el Padre, y a no necesitar de la presencia palpable de la sustancia corpórea de Cristo, según la cual es inferior al Padre; pues, subsistiendo la naturaleza del cuerpo glorificado de Cristo, la fe de los creyentes es llamada allí donde podrá tocar al Hijo único, igual al Padre, no ya con la mano, sino mediante el conocimiento espiritual.

He aquí la razón por la que el Señor, después de su resurrección, le dice a María Magdalena que —representando a la Iglesia— corría presurosa a tocarlo: Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Expresión cuyo sentido es éste: No quiero que vengas a mí corporalmente ni que me reconozcas a la sensibilidad del tacto: te reservo para cosas más sublimes, te preparo cosas mayores. Cuando haya subido al Padre, entonces me palparás con más perfección y mayor verismo, pues asirás lo que no tocas y creerás lo que no ves. Por eso, mientras los ojos de los discípulos seguían la trayectoria del Señor subiendo al cielo y lo contemplaban con intensa admiración, se les presentaron dos ángeles, resplandecientes en la admirable blancura de sus vestidos, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis aquí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse.

Con estas palabras todos los hijos de la Iglesia eran invitados a creer que Jesucristo vendría visiblemente en la misma carne con que le habían visto subir; ni es posible poner en tela de juicio que todo le esté sometido, desde el momento en que el ministerio de los ángeles se puso enteramente a su servicio desde los albores de su nacimiento corpóreo. Y como fue un ángel quien anunció a la bienaventurada Virgen que iba a concebir por obra del Espíritu Santo, así también la voz de los espíritus celestes anunció a los pastores al recién nacido de la Virgen. Y lo mismo que los primeros testimonios de la resurrección de entre los muertos fueron comunicados por los nuncios celestes, de igual modo, por ministerio de los ángeles, fue anunciado que Cristo vendrá en la carne a juzgar al mundo. Todo esto tiene la misión de hacernos comprender cuán numeroso ha de ser el séquito de Cristo cuando venga a juzgar, si fueron tantos los que le sirvieron cuando vino para ser juzgado.

Tratado 74 (3-4: CCL 138 A, 458-459)

jueves, 29 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo

Nuestro Señor Jesucristo ascendió al cielo tal día como hoy; que nuestro corazón ascienda también con él.

Escuchemos al Apóstol: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Y así como él ascendió sin alejarse de nosotros, nosotros estamos ya allí con él, aun cuando todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que nos ha sido prometido.

El fue ya exaltado sobre los cielos; pero sigue padeciendo en la tierra todos los trabajos que nosotros, que 1 somos sus miembros, experimentamos. De lo que dio testimonio cuando exclamó: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Así como: Tuve hambre, y me disteis de comer.

¿Por qué no vamos a esforzarnos sobre la tierra, de modo que gracias a la fe, la esperanza y la caridad, con las que nos unimos con él, descansemos ya con él en los cielos? Mientras él está allí, sigue estando con nosotros; y nosotros, mientras estamos aquí, podemos estar ya con él allí. El está con nosotros por su divinidad, su poder y su amor; nosotros, en cambio, aunque no podemos llevarlo a cabo como él por la divinidad, sí que podemos por el amor hacia él.

No se alejó del cielo, cuando descendió hasta nosotros; ni de nosotros, cuando regresó hasta él. El mismo es quien asegura que estaba allí mientras estaba aquí: Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo.

Esto lo dice en razón de la unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo. Y nadie, excepto él, podría decirlo, ya que nosotros estamos identificados con él, en virtud de que él, por nuestra causa, se hizo Hijo del hombre, y nosotros, por él, hemos sido hechos hijos de Dios.

En este sentido dice el Apóstol: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. No dice: «Así es Cristo», sino: así es también Cristo. Por tanto, Cristo es un solo cuerpo formado por muchos miembros.

Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo; no es que queramos confundir la dignidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza.

Sermón sobre la Ascensión del Señor (Mai 98, 1-2: PLS 2, 494-495)

miércoles, 28 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición


La ascensión de Cristo es nuestra propia exaltación

Amadísimos: durante todo este tiempo que media entre la resurrección del Señor y su ascensión, la providencia de Dios se ocupó en demostrar, insinuándose en los ojos y en el corazón de los suyos, que la resurrección del Señor Jesucristo era tan real como su nacimiento, pasión y muerte.

Por esto, los apóstoles y todos los discípulos, que estaban turbados por su muerte en la cruz y dudaban de su resurrección, fueron fortalecidos de tal modo por la evidencia de la verdad que, cuando el Señor subió al cielo, no sólo no experimentaron tristeza alguna, sino que se llenaron de gran gozo.

Y es que en realidad fue motivo de una inmensa e inefable alegría el hecho de que la naturaleza humana, en presencia de una santa multitud, ascendiera por encima de la dignidad de todas las criaturas celestiales, para ser elevada más allá de todos los ángeles, por encima de los mismos arcángeles, sin que ningún grado de elevación pudiera dar la medida de su exaltación, hasta ser recibida junto al Padre, entronizada y asociada a la gloria de aquel con cuya naturaleza divina se había unido en la persona de su Hijo.

Ahora bien, como quiera que la ascensión de Cristo es nuestra propia exaltación y adonde ha precedido la gloria de la cabeza, allí es estimulada la esperanza del cuerpo, alegrémonos, amadísimos, con dignos sentimientos de júbilo y deshagámosnos en sentidas acciones de gracias. Pues en el día de hoy no sólo se nos ha confirmado la posesión del paraíso, sino que, en Cristo, hemos penetrado en lo más alto del cielo, consiguiendo, por la inefable gracia de Cristo, mucho más de lo que habíamos perdido por la envidia del diablo. En efecto, a los que el virulento enemigo había arrojado de la felicidad de la primera morada, a ésos, incorporados ya a Cristo, el Hijo de Dios los ha colocado a la derecha del Padre: con el cual vive y reina en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.

Tratado 73 (4-5: CCL A, 452-454)

martes, 27 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición


Demos gracias por la divina economía

Desde la feliz y gloriosa resurrección de nuestro Señor Jesucristo, con que el verdadero templo de Dios, destruido por la impiedad judaica, fue reconstruido en tres días por el divino poder, hoy se cumple, amadísimos, la sagrada cuarentena dispuesta por la divina economía y previsoramente utilizada para nuestra instrucción: de modo que al prolongar durante este tiempo su presencia corporal, dé el Señor la necesaria solidez a la fe en la resurrección con la aportación de las oportunas pruebas.

La muerte de Cristo había, en efecto, turbado profundamente el corazón de los discípulos y, viendo el suplicio de la cruz, la exhalación del último aliento, y la sepultura del cuerpo exánime, un cierto abatimiento difidente se había insinuado en los corazones apesadumbrados por la tristeza. Tanto que, cuando las santas mujeres anunciaron —como nos narra la historia evangélica— que la piedra del sepulcro estaba corrida, que la tumba estaba vacía y que habían visto ángeles que atestiguaban que el Señor vivía, estas palabras les parecieron a los apóstoles y demás discípulos afirmaciones rayanas con el delirio. Nunca el Espíritu de verdad hubiera permitido que una tal hesitación, tributo de la humana debilidad, prendiese en el corazón de sus predicadores, si aquella titubeante solicitud y aquella curiosa circunspección no hubiera servido para echar los cimientos de nuestra fe. En los apóstoles eran anticipadamente curadas nuestras turbaciones y nuestros peligros: en aquellos hombres éramos nosotros entrenados contra las calumnias de los impíos y contra las argucias de la humana sabiduría. Su visión nos instruyó, su audición nos adoctrinó, su tacto nos confirmó. Demos gracias por la divina economía y por la necesaria torpeza de los santos padres. Dudaron ellos, para que no dudáramos nosotros.

Por tanto, amadísimos, aquellos días que transcurrieron entre la resurrección del Señor y su ascensión no se perdieron ociosamente, sino que durante ellos se confirmaron grandes sacramentos, se revelaron grandes misterios.

En aquellos días se abolió el temor de la horrible muerte, y no sólo se declaró la inmortalidad del alma, sino también la de la carne. Durante estos días, el Señor se juntó, como uno más, a los dos discípulos que iban de camino y los reprendió por su resistencia en creer, a ellos, que estaban temerosos y turbados, para disipar en nosotros toda tiniebla de duda. Sus corazones, por él iluminados, recibieron la llama de la fe y se convirtieron de tibios en ardientes, al abrirles el Señor el sentido de las Escrituras. En la fracción del pan, cuando estaban sentados con él a la mesa, se abrieron también sus ojos, con lo cual tuvieron la dicha inmensa de poder contemplar su naturaleza glorificada, inmensamente mayor que la que tuvieron nuestros primogenitores, confusos por la propia prevaricación.

Tratado 73 (1-2: CCL 138 A, 450-452)

lunes, 26 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición


El Espíritu Santo nos renueva en el bautismo

En el bautismo nos renueva el Espíritu Santo como Dios que es, a una con el Padre y el Hijo, y nos devuelve desde el informe estado en que nos hallamos a la primitiva belleza, así como nos llena con su gracia de forma que ya no podemos ir tras cosa alguna que no sea deseable; nos libera del pecado y de la muerte; de terrenos, es decir, de hechos de tierra y polvo, nos convierte en espirituales, partícipes de la gloria divina, hijos y herederos de Dios Padre, configurados de acuerdo con la imagen de su Hijo, herederos con él, hermanos suyos, que habrán de ser glorificados con él y reinarán con él; en lugar de la tierra nos da el cielo y nos concede liberalmente el paraíso; nos honra más que a los ángeles; y con las aguas divinas de la piscina bautismal apaga la inmensa llama inextinguible del infierno.

En efecto, los hombres son concebidos dos veces, una corporalmente, la otra por el Espíritu divino. De ambas escribieron acertadamente los evangelistas, y yo estoy dispuesto a citar el nombre y la doctrina de cada uno.

Juan: A cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Todos aquellos, dice, que creyeron en Cristo recibieron el poder de hacerse hijos de Dios, esto es, del Espíritu Santo, para que llegaran a ser de la misma naturaleza de Dios. Y, para poner de relieve que aquel Dios que engendra es el Espíritu Santo, añadió con palabras de Cristo: Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios.

Así, pues, de una manera visible, la pila bautismal da a luz a nuestro cuerpo mediante el ministerio de los sacerdotes; de una manera espiritual, el Espíritu de Dios, invisible para cualquier inteligencia, bautiza en sí mismo y regenera al mismo tiempo cuerpo y alma, con el ministerio de los ángeles.

Por lo que el Bautista, históricamente y de acuerdo con esta expresión de agua y de Espíritu, dijo a propósito de Cristo: El os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Pues el vaso humano, como frágil que es, necesita primero purificarse con el agua y luego fortalecerse y perfeccionarse con el fuego espiritual (Dios es, en efecto, un fuego devorador): y por esto necesitamos del Espíritu Santo, que es quien nos perfecciona y renueva: este fuego espiritual puede, efectivamente, regar, y esta agua espiritual es capaz de fundir como el fuego.

sábado, 24 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición


La celebración de la eucaristía

A nadie es lícito participar de la eucaristía si no cree que son verdad las cosas que enseñamos y no se ha purificado en aquel baño que da la remisión de los pecados y la regeneración, y no vive como Cristo nos enseñó.

Porque no tomamos estos alimentos como si fueran un pan común o una bebida ordinaria, sino que, así como Cristo, nuestro salvador, se hizo carne por la Palabra de Dios y tuvo carne y sangre a causa de nuestra salvación, de la misma manera hemos aprendido que el alimento sobre el que fue recitada la acción de gracias que contiene las palabras de Jesús, y con que se alimenta y transforma nuestra sangre y nuestra carne, es precisamente la carne y la sangre de aquel mismo Jesús que se encarnó.

Los apóstoles, en efecto, en sus tratados llamados Evangelios, nos cuentan que así les fue mandado, cuando Jesús, tomando pan y dando gracias, dijo: Haced esto en conmemoración mía. Esto es mi cuerpo; y luego, tomando del mismo modo en sus manos el cáliz, dio gracias y dijo: Esto es mi sangre, dándoselo a ellos solos. Desde entonces seguimos recordándonos siempre unos a otros estas cosas; y los que tenemos bienes acudimos en ayuda de los que no los tienen, y permanecemos unidos. Y siempre que presentamos nuestras ofrendas alabamos al Creador de todo por medio de su Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo.

El día llamado del sol se reúnen todos en un lugar, lo mismo los que habitan en la ciudad que los que viven en el campo, y, según conviene, se leen los tratados de los apóstoles o los escritos de los profetas, según el tiempo lo permita.

Luego, cuando el lector termina, el que preside se encarga de amonestar, con palabras de exhortación, a la imitación de cosas tan admirables.

Después nos levantamos todos a la vez y recitamos preces; y a continuación, como ya dijimos, una vez que concluyen las plegarias, se trae pan, vino y agua: y el que preside pronuncia fervorosamente preces y acciones de gracias, y el pueblo responde Amén; tras de lo cual se distribuyen los dones sobre los que se ha pronunciado la acción de gracias, comulgan todos, y los diáconos se encargan de llevárselo a los ausentes.

Los que poseen bienes de fortuna y quieren, cada uno da, a su arbitrio, lo que bien le parece, y lo que se recoge se deposita ante el que preside, que es quien se ocupa de repartirlo entre los huérfanos y las viudas, los que por enfermedad u otra causa cualquiera pasan necesidad, así como a los presos y a los que se hallan de paso como huéspedes; en una palabra, él es quien se encarga de todos los necesitados.

Y nos reunimos todos el día del sol, primero porque este día es el primero de la creación, cuando Dios empezó a obrar sobre las tinieblas y la materia; y también porque es el día en que Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos. Le crucificaron, en efecto, la víspera del día de Saturno, y al día siguiente del de Saturno, o sea el día del sol, se dejó ver de sus apóstoles y discípulos y les enseñó todo lo que hemos expuesto a vuestra consideración.

Primera apología en defensa dedos cristianos (Caps 66-67: PG 6, 427-431)

viernes, 23 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

En el momento de la tentación, nos consuela la esperanza

Este es mi consuelo en la aflicción: que tu promesa me da vida. Esta es la esperanza, sí, ésta es la esperanza que me sale al encuentro con tu palabra y que me ha aportado el consuelo necesario para tolerar las amarguras de la vida presente. Mientras Pablo persigue el Nombre de Jesús, del consuelo saca la esperanza. Y una vez hecho creyente, escucha cómo nos consuela: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿el peligro?, ¿la espada?, como dice la Escritura: «Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza». Y a continuación señala el motivo de esa paciente tolerancia: Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado.

Por tanto, si alguien desea superar la adversidad, la persecución, el peligro, la muerte, una grave enfermedad, la intrusión de los ladrones, la confiscación de los bienes, o cualquiera de esos sucesos que el mundo considera como adversos, fácilmente lo conseguirá si tiene la esperanza que lo consuele. Pues aunque tales cosas sucedieren, no pueden resultarle graves a quien afirma: Sostengo que los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Puesto que a quien espera cosas mejores no pueden abatirle las baladíes.

Así pues, en el momento de nuestra humillación nos consuela la esperanza, una esperanza que no defrauda. Y por momento de humillación de nuestra alma entiendo el tiempo de prueba. En efecto, nuestra alma se siente humillada cuando se la deja a merced del tentador, para ser probada con duros trabajos, experimentando de esta suerte en la lucha y el combate el choque de fuerzas contrarias. Pero en estas tentaciones se siente vivificada por la palabra de Dios.

Esta palabra es, pues, la sustancia vital de nuestra alma, sustancia que la nutre, la hace crecer y la gobierna. Fuera de esta palabra de Dios, nada existe capaz de mantener en la vida al alma dotada de razón. En efecto, lo mismo que la palabra de Dios va creciendo en el alma en proporción directa a su acogida, su inteligencia y su comprensión, así también va en progresivo aumento la vida del alma. Y viceversa, en la medida en que decae la palabra de Dios en nuestra alma, en idéntica proporción languidece la vida del alma. Así pues, del mismo modo que el binomio alma y cuerpo es animado, alimentado y sostenido gracias al soplo de vida, de igual suerte nuestra alma es vivificada por la palabra de Dios y la gracia espiritual.

De lo dicho se sigue que, posponiendo todo lo demás, hemos de esforzarnos por todos los medios a nuestro alcance en atesorar la palabra de Dios, trasvasándola a lo más íntimo de nuestro ser, a nuestros sentimientos, preocupaciones, reflexiones y a nuestro obrar, de modo que nuestros actos sintonicen con las palabras de la Escritura, de manera que nuestras acciones no estén en desacuerdo con la globalidad de los preceptos celestiales. Así podremos decir también nosotros: Porque tu promesa me da vida.

Comentario sobre el salmo 118 (Sermón 7, 6-7: CSEL 62, 130-131)

jueves, 22 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

La unción del Espíritu Santo

La finalidad de la iniciación es la de impartir la virtud y la eficacia del Espíritu bueno. La unción, en particular, nos introduce en la participación del Señor Jesús, en quien reside la salvación de los hombres, la esperanza de todos los bienes, por quien nos es comunicado el Espíritu Santo y por el cual tenemos acceso al Padre.

Mas lo que este ungüento procurará siempre a los cristianos y que les es útil en todo momento, son los dones de piedad, de oración, de caridad, de castidad y otros enormemente ventajosos para quienes los reciben. Y esto a pesar de que muchos cristianos no lo comprenden, ocultándoseles la gran importancia de este sacramento, antes —como se escribe en el libro de los Hechos— ni siquiera oyeron hablar de un Espíritu Santo. Semejante fallo es imputable en algunos a que, al recibir el sacramento antes de la edad adecuada, no estaban capacitados para comprender estos dones; a otros porque al recibirlo en plena adolescencia, se les cegaron los ojos del alma, arrastrados al torbellino de la culpa.

La verdad es que, el Espíritu otorga sus carismas a los iniciados, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. Ni nos abandona el mismo dador de esos bienes, él que nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo. No es, pues, inútil y superflua esta iniciación, porque así como en el divino baño recibimos el perdón de los pecados y el cuerpo de Cristo en la sagrada mesa y estas realidades no cesarán mientras no venga en su gloria el que es su fundamento, de igual modo conviene que los cristianos se beneficien de este sacratísimo ungüento y es altamente recomendable que participen de los dones del Espíritu Santo.

¿Sería, en efecto, razonable que mientras los demás sacramentos de la iniciación conservan toda su eficacia, sólo éste estuviera desposeído de ella? ¿Cómo pensar que —como dice san Pablo— sea Dios fiel a sus promesas en el primer caso y dudar que lo sea en el segundo? Ahora bien: desde el momento en que hemos de admitir o rechazar la eficacia sacramental en todos o en ninguno de los sacramentos, ya que en todos actúa la misma virtud, y única es la inmolación del único Cordero, es necesario concluir que su muerte y su sangre confieren la perfección a todos los sacramentos. Por consiguiente, es cosa comprobada la donación del Espíritu Santo. A unos se les ha dado para que puedan hacer el bien a los demás o, como dice san Pablo, para edificación de la Iglesia: prediciendo el futuro, administrando los sacramentos o curando las enfermedades con sola su palabra; a otros, para que ellos mismos sean mejores, modelos de piedad, de castidad, de caridad o de una extraordinaria humildad.

Así pues, el sacramento produce en todos los iniciados su efecto propio, si bien no todos tienen conciencia de los dones ni poseen la necesaria capacidad para la correcta utilización de tales riquezas: unos porque la inmadurez de la edad no les permite de momento la comprensión de lo que han recibido; otros porque no están preparados o por no manifestar el fervor necesario.

De la vida en Cristo (Lib 6: PG 150: 574-575)

miércoles, 21 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Si moramos en Cristo, ¿qué más podemos desear?

Después de la sagrada unción, pasamos a la mesa santa, que es el fin y la meta de esta vida de que estamos tratando. Lograda la cual, nada faltará a la felicidad tan buscada y anhelada. En ella no recibimos ya la muerte, la sepultura, ni siquiera la participación de una vida mejor, sino al mismo Resucitado; ni recibimos tampoco los dones del Espíritu en la medida en que pueden ser participados, sino al mismo Bienhechor, al templo mismo en el que se encierra la multitud de todas las gracias. Cristo, es verdad, está presente en cada uno de los sacramentos, y cabría decir que en él somos ungidos y lavados o, mejor, que él es nuestra unción y nuestra ablución, como es también nuestra comida.

Sin embargo está especialmente presente en los que son iniciados y a ellos les confiere sus dones; pero no a todos de igual modo, sino que, lavando, purifica del fango de los vicios e imprime en el bautizado su propia imagen; y, ungiéndole, lo dinamiza y lo hace esforzado para las obras del Espíritu Santo, de las que, por su encarnación, se ha convertido él en tesorero.

Admitido luego el iniciado a la mesa, es decir, a nutrirse de los dones de su cuerpo, lo cambia totalmente, transformándolo en sí mismo. Por eso la Eucaristía es el sacramento supremo, que cierra toda ulterior progresión y cualquier posible adición.

Al ser bautizados, este sacramento nos confiere todas las gracias que le son propias: pero todavía no hemos tocado las cimas de la perfección. En efecto, todavía no poseemos los dones del Espíritu Santo, que se nos confieren con el sagrado crisma. Sobre los bautizados por Felipe, no por eso había descendido el Espíritu Santo: fue necesaria la imposición de manos de Pedro y Juan. Dice la Escritura: Aún no había bajado sobre ninguno el Espíritu Santo, estaban sólo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.

A algunos de aquellos que estaban llenos del Espíritu, que profetizaban, que poseían el don de lenguas y que estaban revestidos de otros carismas, les faltaba mucho, sin embargo, para ser totalmente hombres de Dios, movidos por el Espíritu, y se hallaban enredados en envidias, ambiciones, rivalidades inútiles y otros vicios por el estilo. Pablo se lo echaba en cara cuando les decía: Todavía sois carnales y os guían los bajos instintos. Y sin embargo eran espirituales por lo que se refiere a cierto sector de la gracia, pero no lo suficiente para erradicar del alma cualquier asomo de maldad.

Nada de esto ocurre en la Eucaristía. Aquellos en quienes el pan de vida ha activado los mecanismos liberadores de la muerte y, al participar en la sagrada Cena, no son conscientes de pecado alguno ni lo cometieron con posterioridad, a éstos nadie podrá tacharles de espirituales a medias. Pues es imposible, lo repito, absolutamente imposible que este sacramento obre con toda su eficacia y no consiga liberar a los iniciados de cualquier imperfección.

Y esto ¿por qué? Pues porque un sacramento es eficaz cuando comunica a quienes lo reciben todos los efectos que pueda causar. La promesa de la Eucaristía nos hace habitar en Cristo y a Cristo en nosotros. Leemos en efecto: Habita en mí y yo en él. Si Cristo habita en nosotros, ¿qué más podemos buscar? Y si moramos en Cristo, ¿qué más podemos desear? El es a la vez nuestro huésped y nuestra morada. ¡Dichosos nosotros por una tal inhabitación! ¡Doblemente dichosos nosotros por habernos convertido en moradores de semejante casa! Pues en el mismo instante se espiritualizan nuestra alma y nuestro cuerpo y todas las facultades, porque el alma se compenetra con su alma, el cuerpo con su cuerpo y la sangre con su sangre. ¿Con qué resultado? Con el resultado de que lo más noble prevalece sobre lo más humilde, lo humano es superado por lo divino, y —lo que san Pablo escribe de la resurrección— lo mortal queda absorbido por la vida. Y en otro lugar dice también: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.

De la vida en Cristo (Lib 4: PG 150, 582-583)

martes, 20 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Cristo es al mismo tiempo sacerdote y altar, ofrenda y oferente, sujeto y objeto de la ofrenda

La iluminación bautismal se opera instantáneamente en el alma de los neófitos; pero sus efectos no son inmediatamente discernibles por todos, sino sólo —y después de un cierto tiempo— son conocidos por algunas personas probas, que purificaron los ojos del alma a base de muchos sudores y fatigas y mediante el amor a Cristo. La Unción sagrada dispone favorablemente los templos para ser casas de oración. Ungidos con este óleo sagrado, son para nosotros lo que significan. Porque Cristo —unción derramada— es nuestro abogado ante Dios Padre. Para esto se derramó y se hizo unción: para empapar hasta las médulas de nuestra naturaleza.

Los altares vienen a ser como las manos del Salvador: y así, de la sagrada mesa, cual de su santísima mano, recibimos el pan, es decir, el cuerpo de Cristo, y bebemos su sangre, lo mismo que la recibieron los primeros a quienes el Señor invitó a este sagrado banquete, invitándoles a beber aquella copa realmente tremenda.

Y dado que él es al mismo tiempo sacerdote y altar ofrenda y oferente, sujeto y objeto de la ofrenda, ha repartido las funciones entre estos dos misterios, asignando aquéllas al pan de bendición, y éstas a la unción sagrada. El altar es realmente Cristo, que sacrifica en virtud de la unción. Ya desde su misma institución, el altar lo es en virtud de su unción, y los sacerdotes lo son por haber sido ungidos. Pero el Salvador es además sacrificio por la muerte en cruz, que padeció para gloria de Dios Padre. Por eso nos dice que, cada vez que comemos este pan anunciamos su muerte y su inmolación.

Es más. El Señor es ungüento y es unción por el Espíritu Santo. Esta es la razón por la que Cristo podía, sí, ejercer las más sagradas funciones y santificar; pero no podía ser santificado ni en modo alguno padecer. Santificar es incumbencia del altar, del sacrificador y del oferente, no de la víctima ofrecida y sacrificada. Que el altar tenga capacidad de santificar lo afirma la Escritura: Es el altar —dice— el que consagra la ofrenda. Cristo es pan en virtud de su carne santificada y deificada: santificada por la unción, deificada por las heridas. Dice en efecto: El pan que yo daré es mi carne, carne que yo daré —a saber, sacrificándola— para la vida del mundo. El mismo Cristo es ofrecido como pan y ofrece como ungüento, bien deificando la propia carne, bien haciéndonos partícipes de su unción.

Tenemos en Jacob un tipo de estas realidades, cuando habiendo ungido la piedra con aceite, se la dedicó al Señor ofrendándosela junto con la unción: rito que indicaba ora la carne del Salvador como piedra angular, sobre la que el verdadero Israel —el Verbo, único que conoce al Padre—derramó la unción de la divinidad; ora para prefigurarnos a nosotros, que nos ha hecho hijos de Abrahán sacándonos de las piedras y haciéndonos partícipes de la unción. Prueba de ello es que el Espíritu Santo, derramado sobre los que recibieron la unción, es —sin hablar de los demás dones que nos otorga— un Espíritu de adopción filial. Ese Espíritu —dice— y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y es el mismo que clama en nuestros corazones: ¡Abba! (Padre). Tales son los efectos que la sagrada unción produce en los que desean vivir en Cristo.

De la vida en Cristo (Lib 3: PG 150, 578-579)

lunes, 19 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Primogénito de muchos hermanos

Del mismo modo que, en el hombre, cabeza y cuerpo forman un solo hombre, así el Hijo de la Virgen y sus miembros constituyen también un solo hombre y un solo Hijo del hombre. El Cristo íntegro y total, como se desprende de la Escritura, lo forman la cabeza y el cuerpo. En efecto, todos los miembros juntos forman aquel único cuerpo que, unido a su cabeza, es el único Hijo del hombre, quien, al ser también Hijo de Dios, es el único Hijo de Dios y forma con Dios el Dios único.

Por ello el cuerpo íntegro con su cabeza es Hijo del hombre, Hijo de Dios y Dios. Por eso se dice también: Padre, éste es mi deseo: que sean uno, como tú, Padre, en mí yo en ti.

Así, pues, de acuerdo con el significado de esta conocida afirmación de la Escritura, no hay cuerpo sin cabeza, ni cabeza sin cuerpo, ni Cristo total, cabeza y cuerpo, sin Dios.

Por tanto, todo ello con Dios forma un solo Dios. Pero el Hijo de Dios es Dios por naturaleza, y el Hijo del hombre está unido a Dios personalmente; en cambio, los miembros del cuerpo de su Hijo están unidos con él sólo místicamente. Por esto los miembros fieles y espirituales de Cristo se pueden llamar de verdad lo que es él mismo, es decir, Hijo de Dios y Dios. Pero lo que él es por naturaleza, éstos lo son por comunicación, y lo que él es en plenitud, éstos lo son por participación; finalmente, él es Hijo de Dios por generación y sus miembros lo son por adopción, como está escrito: Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!» (Padre).

Y por este mismo Espíritu les da poder para ser hijos de Dios, para que, instruidos por aquel que es el primogénito de muchos hermanos, puedan decir: Padre nuestro, que estás en los cielos. Y en otro lugar afirma: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro.

Nosotros renacemos de la fuente bautismal como hijos de Dios y cuerpo suyo en virtud de aquel mismo Espíritu del que nació el Hijo del hombre, como cabeza nuestra, del seno de la Virgen. Y así como él nació sin pecado, del mismo modo nosotros renacemos para remisión de todos los pecados.

Pues, así como cargó en su cuerpo de carne con todos los pecados del cuerpo entero, y con ellos subió a la cruz, así también, mediante la gracia de la regeneración, hizo que a su cuerpo místico no se le imputase pecado alguno, como está escrito: Dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito. Este hombre, que es Cristo, es realmente dichoso, ya que, como Cristo-cabeza y Dios, perdona el pecado, como Cristo-cabeza y hombre no necesita ni recibe perdón alguno y, como cabeza de muchos, logra que no se nos apunte el delito.

Justo en sí mismo, se justifica a sí mismo. Único Salvador y único salvado, sufrió en su cuerpo físico sobre el madero lo que limpia de su cuerpo místico por el agua. Y continúa salvando de nuevo por el madero y el agua, como Cordero de Dios que quita, que carga sobre sí, el pecado del mundo; sacerdote, sacrificio y Dios, que, ofreciendo su propia persona a sí mismo, por sí mismo se reconcilió consigo mismo, con el Padre y con el Espíritu Santo.

Sermón 42 (PL 194, 1831-1832)

domingo, 18 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Si estamos injertados en Cristo, preciso será que nos pode el Padre, que es el labrador

Si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya. Comprendamos que nuestra vieja condición ha sido crucificada con Cristo, quedando destruida nuestra personalidad de pecadores y nosotros, libres de la esclavitud del pecado; porque el que muere ha quedado absuelto del pecado.

Por esta razón afirma asimismo el Apóstol que estamos muertos al pecado, y que los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Ahora escribe que nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, añadiendo que si participamos de una muerte como la suya, por la que él murió al pecado, podemos esperar participar también de una resurrección como la suya.

Cómo pueda realizarse esto, lo demuestra diciendo que nuestra vieja condición debe ser crucificada juntamente con Cristo. Por vieja condición se entiende la vida de pecado que anteriormente llevamos, a la que pusimos fin –y, en cierto modo, dimos muerte- cuando recibimos la fe en la cruz de Cristo, mediante la cual de tal modo queda destruida nuestra personalidad de pecadores, que nuestros miembros, esclavos antes del pecado, no sirvan ya al pecado, sino a Dios.

Pero retomando el hilo del discurso, veamos ahora qué quiere decir ser injertados en una muerte como la de Cristo. El Apóstol nos presenta la muerte de Cristo comparándola a la planta de un árbol cualquiera, en la que nos quiere injertos, de modo que chupando nuestra raíz la savia de su raíz, produzca ramas de justicia y dé frutos de vida.

Y si quieres saber, mediante el testimonio de las Escrituras, cuál sea la planta en la que hemos de ser injertados y de qué clase ha de ser ese árbol, escucha lo que se escribe en la Sabiduría: Es árbol de vida –dice– para los que la cogen, son dichosos los que la retienen. Así pues, Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios, es el árbol de la vida, en que debemos estar injertos; y, por un nuevo y amable don de Dios, su muerte se ha convertido para nosotros en el árbol de la vida. Con razón, pues, el Apóstol, consciente de que en el presente texto no es su propósito hablar de la muerte, tributo común de la condición humana, sino de la muerte al pecado, no dijo: Si hemos quedado incorporados a su muerte, sino a una muerte como la suya. Pues de tal suerte Cristo murió de una vez al pecado, que no cometió pecado alguno ni encontraron engaño en su boca.

Impecabilidad radical que en vano buscaríamos en cualquier otro hombre. Nadie está limpio de pecado, ni siquiera el hombre de un solo día. Por consiguiente, nosotros, es verdad, no podemos morir –de modo que no conozcamos el pecado– con la misma muerte con que Jesús murió al pecado, de modo que en absoluto pudiera cometer el pecado; podemos, no obstante, obtener una cierta aproximación si imitándole y siguiendo sus huellas, nos abstenemos de pecado.

Esto es lo único de que es capaz la naturaleza humana: morir de una muerte como la suya al no pecar a imitación suya. Y fíjate en la oportunidad del simbolismo de la planta. Toda planta, después de la muerte del invierno, espera la resurrección de la primavera. Por tanto, si también nosotros somos injertados en la muerte de Cristo en el invierno de este mundo y de la vida presente, nos encontraremos con que en la primavera futura, producimos frutos de justicia succionados de la savia de su raíz; y si estamos injertados en Cristo, preciso será que, como a los sarmientos de la vid verdadera, nos pode el Padre, que es el labrador, para que demos fruto abundante.

Comentario sobre la carta a los Romanos (Lib 5,9: PG 14,1043-1044)

sábado, 17 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Alcanzó a todos la misericordia divina y fue salvado todo el mundo

Nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo y somos miembros los unos de los otros, y es Cristo quien nos une mediante los vínculos de la caridad, tal como está escrito: El ha hecho de los dos pueblos una sola cosa, derribando con su carne el muro que los separaba: el odio. El ha abolido la ley con sus mandamientos y reglas. Conviene, pues, que tengamos un mismo sentir: que, si un miembro sufre, los demás miembros sufran con él y que, si un miembro es honrado, se alegren todos los miembros.

Acogeos mutuamente —dice el Apóstol—, como Cristo os acogió para gloria de Dios. Nos acogeremos unos a otros si nos esforzamos en tener un mismo sentir; llevando los unos las cargas de los otros, conservando la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz. Así es como nos acogió Dios a nosotros en Cristo. Pues no engaña el que dice: Tanto amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo por nosotros. Fue entregado, en efecto, como rescate para la vida de todos nosotros, y así fuimos arrancados de la muerte, redimidos de la muerte y del pecado. Y el mismo Apóstol explica el objetivo de esta realización de los designios de Dios, cuando dice que Cristo consagró su ministerio al servicio de los judíos, por exigirlo la fidelidad de Dios. Pues, como Dios había prometido a los patriarcas que los bendeciría en su descendencia futura y que los multiplicaría como las estrellas del cielo, por esto apareció en la carne y se hizo hombre el que era Dios y la Palabra en persona, el que conserva toda cosa creada y da a todos la incolumidad, por su condición de Dios.

Vino a este mundo en la carne, mas no para ser servido, sino, al contrario, para servir, como dice él mismo, y entregar su vida por la redención de todos. El afirma haber venido de modo visible para cumplir las promesas hechas a Israel. Decía en efecto: Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel. Por esto, con verdad afirma Pablo que Cristo consagró su ministerio al servicio de los judíos, para dar cumplimiento a las promesas hechas a los padres y para que los paganos alcanzasen misericordia, y así ellos también le diesen gloria como a creador y hacedor, salvador y redentor de todos. De este modo alcanzó a todos la misericordia divina, sin excluir a los paganos, de manera que el designio de la sabiduría de Dios en Cristo obtuvo su finalidad; por la misericordia de Dios, en efecto, fue salvado todo el mundo, en lugar de los que se habían perdido.

Comentario sobre la carta a los Romanos (Cap 15, 7: PG 74, 854-855)

viernes, 16 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Muchos senderos, pero un solo camino

Jesucristo es, amados hermanos, el camino por el que llegamos a la salvación, el sumo sacerdote de nuestras oblaciones, sostén y ayuda de nuestra debilidad. Por él, podemos elevar nuestra mirada hasta lo alto de los cielos; por él, vemos como en un espejo el rostro inmaculado y excelso de Dios; por él, se abrieron los ojos de nuestro corazón; por él, nuestra mente, insensata y entenebrecida, se abre al resplandor de la luz; por él quiso el Señor que gustásemos el conocimiento inmortal, ya que él es el reflejo de la gloria de Dios, tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado.

Militemos, pues, hermanos, con todas nuestras fuerzas, bajo sus órdenes irreprochables. Pensemos en los soldados que militan a las órdenes de nuestros emperadores: con qué disciplina, con qué obediencia, con qué prontitud cumplen cuanto se les ordena. No todos son perfectos, ni tienen bajo su mando mil hombres, ni cien, ni cincuenta, y así de los demás grados; sin embargo, cada uno de ellos lleva a cabo, según su orden y jerarquía, las órdenes del emperador y de los jefes. Ni los grandes podrían hacer nada sin los pequeños, ni los pequeños sin los grandes; la efectividad depende precisamente de la conjunción de todos.

Tomemos como ejemplo a nuestro cuerpo. La cabeza sin los pies no es nada, como tampoco los pies sin la cabeza; los miembros más ínfimos de nuestro cuerpo son necesarios y útiles a la totalidad del cuerpo; más aún, todos ellos se coordinan entre sí para el bien de todo el cuerpo.

Procuremos, pues, conservar la integridad de este cuerpo que formamos en Cristo Jesús, y que cada uno se ponga al servicio de su prójimo según la gracia que le ha sido asignada por donación de Dios.

El fuerte sea protector del débil, el débil respete al fuerte; el rico dé al pobre, el pobre dé gracias a Dios por haberle deparado quien remedie su necesidad. El sabio manifieste su sabiduría no con palabras, sino con buenas obras; el humilde no dé testimonio de sí mismo, sino deje que sean los demás quienes lo hagan. El que guarda castidad, que no se enorgullezca, puesto que sabe que es otro quien le otorga el don de la continencia.

Pensemos, pues, hermanos, de qué polvo fuimos formados, qué éramos al entrar en este mundo, de qué sepulcro y de qué tinieblas nos sacó el Creador que nos plasmó y nos trajo a este mundo, obra suya, en el que, ya antes de que naciéramos, nos había dispuesto sus dones.

Como quiera, pues, que todos estos beneficios los tenemos de su mano, en todo debemos darle gracias. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Carta a los Corintios (Caps. 36, 1-2; 37-38: Funk 1, 105-109)

jueves, 15 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

El Señor creó y redimió a sus siervos

Él es el pan bajado del cielo; pero es un pan que rehace sin deshacerse, un pan que puede sumirse, pero no con-sumirse. Este pan estaba simbolizado por el maná. Por eso se escribió: Les dio un trigo celeste; y el hombre comió pan de ángeles. Y ¿quién sino Cristo es el pan del cielo? Mas para que el hombre comiera pan de ángeles, se hizo hombre el Señor de los ángeles. Si no se hubiera hecho hombre no tendríamos su carne, no comeríamos el pan del altar. Apresurémonos a tomar posesión de la herencia, de la que tan magnífica prenda hemos recibido.

Hermanos míos: deseemos la vida de Cristo, pues que tenemos en prenda la muerte de Cristo. ¿Cómo no ha de darnos sus bienes el que ha padecido nuestros males? En esta tierra, en este mundo malvado, ¿qué es lo que abunda sino el nacer, el fatigarse y el morir? Examinad las realidades humanas y convencedme si es que estoy equivocado. Considerad, hombres todos, y ved si hay en este mundo algo más que nacer, fatigarse y morir. Esta es la mercancía típica de nuestro país, esto es lo que aquí abunda. A por tales mercancías descendió el divino Mercader.

Y como quiera que todo mercader da y recibe: da lo que tiene y recibe lo que no tiene —cuando compra algo, paga el precio estipulado y recibe el producto comprado–, también Cristo, en este mercado del mundo, da y recibe. Y ¿qué es lo que recibe? Lo que aquí abunda: nacer, fatigar-se y morir. Y ¿qué es lo que dio? Renacer, resucitar y eternamente reinar. ¡Oh Mercader bueno, cómpranos! Mas ¿por qué digo cómpranos, si lo que debemos hacer es darle gracias por habernos comprado?

Nos entregas nuestro propio precio: bebemos tu sangre; nos entregas nuestro propio precio. El evangelio que leemos es el acta de nuestra adquisición. Somos siervos tuyos, criatura tuya somos; nos hiciste, nos redimiste. Comprar un siervo está al alcance de cualquiera, pero crearlo no. Pues bien, el Señor creó y redimió a sus siervos.

Los creó para que fuesen; los redimió para que cautivos no fuesen. Habíamos caído en manos del príncipe de este mundo, que sedujo a Adán y lo hizo esclavo. Y comenzó a poseernos como herencia propia. Pero vino nuestro Redentor y fue vencido el seductor. Y ¿qué es lo que nuestro Redentor hizo con nuestro esclavizador? Para pagar nuestro precio tendió la trampa de su cruz, poniendo en ella como cebo su propia sangre. Sangre que el seductor pudo verter, pero que no mereció beber.

Y por haber derramado la sangre de quien no era deudor, fue obligado a restituir los deudores. Derramó la sangre del Inocente, fue obligado a dejar en paz a los culpables. Pues en realidad el Salvador derramó su sangre para borrar nuestros pecados. La carta de obligación con que el diablo nos retenía fue cancelada por la sangre del Redentor. Amémosle, pues, porque es dulce. Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Sermón 130 (2: Edit. Maurist. t. 5, 637-638)

miércoles, 14 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

La ley vivificante del Espíritu en Cristo Jesús

Como bien sabéis, el pueblo hebreo celebraba la Pascua con la inmolación del cordero y con los ázimos. En este rito, el cordero simboliza a Cristo y los ázimos, la vida nueva, es decir, sin la vejez de la levadura. Por eso nos dice el Apóstol: Barred la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ázimos. Porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo.

Así pues, en aquel antiguo pueblo se celebraba ya la Pascua, pero no se celebraba todavía en la luz refulgente, sino en la sombra significante. Y a los cincuenta días de la celebración de la Pascua, se le dio la ley en el monte Sinaí, escrita de la mano de Dios.

Viene la verdadera Pascua y Cristo es inmolado: da el paso de la muerte a la vida. En hebreo, Pascua significa paso; lo pone de manifiesto el evangelista cuando dice: Sabiendo Jesús que había llegado la hora de «pasar» de este mundo al Padre. Se celebra, pues la Pascua, resucita el Señor, da el paso de la muerte a la vida: tenemos la Pascua. Se cuentan cincuenta días, viene el Espíritu Santo, la mano de Dios.

Pero ved cómo se celebraba entonces y cómo se celebra ahora. Entonces el pueblo se quedó a distancia, reinaba el temor, no el amor. Un temor tan grande, que llega-ron a decir a Moisés: Háblanos tú; que no nos hable Dios, que moriremos. Descendió, pues, Dios sobre el Sinaí en forma de fuego, como está escrito, pero aterrorizando al pueblo que se mantenía a distancia y escribiendo con su mano en las losas, no en el corazón.

Ahora, en cambio, cuando viene el Espíritu Santo, encuentra a los fieles reunidos en un mismo sitio; no los atemorizó desde la montaña, sino que entró en la casa. De improviso se oyó en el cielo un estruendo como de viento impetuoso; resonó, pero nadie se espantó. Oíste el estruendo, mira también el fuego: también en la montaña aparecieron ambos, el fuego y el estruendo; pero allí había además humo, aquí sólo un fuego apacible.

Vieron aparecer –dice la Escritura– unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Escucha a uno hablando lenguas y reconoce al Espíritu que escribe no sobre losas, sino sobre el corazón. Por tanto, la ley vivificante del Espíritu está escrita en el corazón, no en losas; en Cristo Jesús, en el que se celebra realmente la Pascua auténtica, te ha librado de la ley del pecado y de la muerte.

Y el Señor nos dice por boca del profeta: Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la que hice con vuestros padres, cuando los tomé de la mano para sacar-los de Egipto. Y a continuación señala claramente la diferencia existente: Meteré mi ley en su pecho. La escribiré –recalca– en sus corazones. Si, pues, la ley de Dios está escrita en tu corazón, no te aterre desde afuera, sino estimúlete desde dentro. Entonces la ley vivificante del Espíritu te habrá librado, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte.

Sermón 155 (5-66: PL 38, 843-844)

martes, 13 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Nosotros os anunciamos la promesa que Dios hizo a nuestros padres

Lo mismo que Cristo fue conducido, en cierto sentido por nosotros al triunfo, cuando sufrió la muerte sobre el leño, y fue consumado por las torturas, de igual modo los apóstoles afirman que triunfan por causa de Cristo cuan-do se hacen presentes en todas partes, se crecen en las tribulaciones y vencen al mundo, porque están dispuestos a soportarlo todo —y, por supuesto, con sumo gusto— por el nombre de Cristo.

En efecto, participan realmente de sus padecimientos y se asocian a la gloria que habrá de revelarse en el futuro. Y si afirman que el triunfo les viene de Dios, no es por-que los expone a los tormentos o los abruma de calamidades, sino porque al predicar a Jesús, según su beneplácito, por todo el orbe de la tierra, se ven envueltos por su causa en todo género de pruebas.

Y cuál sea la fragancia del conocimiento de Dios Padre, difundido por medio de los apóstoles en todo el mundo o –como a ellos les gusta decir– en todo lugar, nos lo enseña en otro texto el mismo Pablo, cuando dice: No nos predicamos a nosotros, predicamos que Jesucristo es Señor, y nosotros siervos vuestros por Jesucristo. Y de nuevo: Pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y a éste crucificado.

Ahora bien, ¿cómo puede ser la fragancia del conocimiento de Dios Padre uno que ha nacido de mujer, que ha soportado la cruz, que fue entregado a la muerte, si bien luego retornó a la vida, si es que Cristo –como algunos piensan– ha de ser considerado como un simple hombre, en todo igual a nosotros y que, como a nosotros, Dios sopló en su nariz aliento de vida? ¿Es que Cristo no va a ser realmente Dios por naturaleza, por el hecho de que estemos convencidos de que el Verbo de Dios asumió la humanidad en orden a la redención?

Porque si no rebasa los límites de nuestra condición, Cristo no puede ser el portador del buen olor de la naturaleza de Dios Padre; ni podrá ser fragancia de inmortalidad el que ha sucumbido a la muerte. ¿En base a qué podría ser Cristo la fragancia del conocimiento del Padre, sino en cuanto se le reconoce y es realmente Dios, aunque por nosotros se haya manifestado en la carne? De no ser así, ¿cómo los predicadores lo hubieran' anunciado al mundo como verdadero Dios por naturaleza? O ¿cómo habrían reconocido a Jesús? ¿Cómo, finalmente, habrían podido afirmar los santos doctores que Dios Padre estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, si no hubiera asumido la humanidad para unirla con el Verbo nacido de Dios, como lo requería la sabia economía de la encarnación?

En efecto, los santos discípulos predican –con las palabras que el Espíritu pone en su boca– el Verbo de Dios, no como si habitara en un hombre, sino como hecho carne, es decir, como unido a una carne dotada de alma racional. De esta suerte, será Señor de la gloria precisamente el que fue crucificado.

Por lo tanto, ya se considere al Verbo de Dios en la carne o sin ella, separadamente o como viviendo entre nosotros, es la fragancia del conocimiento de Dios Padre, puesto que ha derramado en nosotros, mediante su propia naturaleza, el buen olor de aquel de quien procede.

Comentario sobre la segunda carta a los Corintios (cap 2,14: PG 74, 925-926)

lunes, 12 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Cristo ha hecho partícipes de su consagración y de su misión a los obispos por medio de los apóstoles

Cristo, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ha hecho partícipes de su consagración y de su misión a los obispos por medio de los apóstoles y de sus sucesores. Ellos han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio en diverso grado a diversos sujetos de la Iglesia.

Así, el ministerio eclesiástico de divina institución es ejercido en diversas categorías por aquellos que ya desde antiguo se llamaron obispos, presbíteros, diáconos. Los presbíteros, aunque no tienen la cumbre del pontificado y en el ejercicio de su potestad dependen de los obispos, con todo, están unidos a ellos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del orden, han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del nuevo Testamento, según la imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote, para predicar el evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino. Participando, en el grado propio de su ministerio, del oficio de Cristo, único Mediador, anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio sagrado lo ejercitan sobre todo en el culto eucarístico o comunión, en donde, representando la persona de Cristo y proclamando su misterio, juntan con el sacrificio de su Cabeza, Cristo, las oraciones de los fieles, representan y aplican en el sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor, el único sacrificio del nuevo Testamento, a saber, el de Cristo, que se ofrece al mismo Padre como hostia inmaculada.

Para con los fieles arrepentidos o enfermos desempeñan principalmente el ministerio de la reconciliación y del alivio. Presentan a Dios Padre las necesidades y súplicas de los fieles. Ellos, ejercitando, en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, pastor y cabeza, reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada y dirigida hacia la unidad, y por Cristo en el Espíritu la conducen hasta el Padre, Dios. En medio de la grey le adoran en espíritu y en verdad. Se afanan, finalmente, en la palabra y en la enseñanza, creyendo en aquello que leen cuando meditan en la ley del Señor, enseñando aquello en que creen, imitando aquello que enseñan.

Los presbíteros, como próvidos colaboradores del orden episcopal, como ayuda e instrumento suyo llama-dos para servir al pueblo de Dios, forman, junto con el obispo, un presbiterio dedicado a diversas ocupaciones. En cada una de las congregaciones locales de fieles ellos representan al obispo, con quien están confiada y animosamente unidos, y toman sobre sí una parte de la carga y solicitud pastoral y la ejercitan en el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor que se les ha confiado, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda a la edificación del cuerpo total de Cristo.

Constitución dogmática Lumen gentium
Concilio Vaticano II (III, 28)

domingo, 11 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Nadie opta por una vida nueva sin antes arrepentirse de la pasada

En la sagrada Escritura hallamos una triple consideración sobre la obligación de hacer penitencia. Pues nadie se acerca correctamente al bautismo de Cristo, en el que se perdonan todos los pecados, sino haciendo penitencia de la vida pasada. En efecto, nadie opta por una vida nueva sin antes arrepentirse de la pasada. Que los bautizandos deben hacer penitencia es algo que hemos de probar acudiendo a la autoridad de los libros sagrados.

Cuando fue enviado el Espíritu Santo anteriormente prometido y el Señor colmó la fe en su promesa, los discípulos, una vez recibido el Espíritu Santo, se pusieron —como bien sabéis— a hablar en todas las lenguas, de forma que los presentes reconocían en ellas su propio idioma. Pasmados ante semejante prodigio, pidieron a los apóstoles consejos de vida.

Entonces Pedro les exhortó a adorar al que habían crucificado, para que, creyendo, bebieran la sangre que habían derramado persiguiendo. Habiéndoles anunciado a nuestro Señor Jesucristo y reconociendo su propio delito, prorrumpieron en llanto, para que se cumpliera en ellos lo que había predicho el profeta: Revolcábame en mi miseria, mientras tenía clavada la espina. Se revolcaron en la miseria del dolor, mientras se les clavaba la espina del pecado del recuerdo. No creían haber hecho nada malo, pues todavía la interpelante Escritura no había dicho: Mientras Pedro hablaba prorrumpieron en llanto.

Cuando, compungidos por la espina del recuerdo, preguntaron a los apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer? Pedro les contestó: Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo, para que se os perdonen los pecados. Esta es la primera consideración de la penitencia, típica de los competentes y de los que anhelan llegar al bautismo.

Existe otra: la de cada día. ¿Cuál es su campo de acción? No encuentro medio mejor para indicarlo, que acudir a la oración cotidiana, con la que el Señor nos enseñó a orar, nos manifestó qué es lo que hemos de decir al Padre, y en la que hallamos estas palabras: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Existe otro tipo de penitencia más grave y doloroso, al que son llamados en la Iglesia los técnicamente denominados penitentes, apartados hasta de la participación del sacramento del altar, por miedo a que recibiéndolo indignamente, se coman y beban su propia condenación. La herida es grave: adulterio quizá, tal vez un homicidio, posiblemente algún sacrilegio: la cosa es grave, grave la herida, herida letal, mortífera; pero el médico es omnipotente.

Sermón 352 (2: PL 39,1550-1551)

sábado, 10 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

El cristiano es otro Cristo

Pablo, mejor que nadie, conocía a Cristo y enseñó, con sus obras, cómo deben ser los que de él han recibido su nombre, pues lo imitó de una manera tan perfecta que mostraba en su persona una reproducción del Señor, ya que, por su gran diligencia en imitarlo, de tal modo estaba identificado con el mismo ejemplar, que no parecía ya que hablara Pablo, sino Cristo, tal como dice él mismo, perfectamente consciente de su propia perfección: Tendréis la prueba que buscáis de que Cristo habla por mí. Y también dice: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.

El nos hace ver la gran virtualidad del nombre de Cristo, al afirmar que Cristo es la fuerza y sabiduría de Dios, al llamarlo paz y luz inaccesible en la que habita Dios, expiación, redención, gran sacerdote, Pascua, propiciación de las almas, irradiación de la gloria e impronta de la substancia del Padre, por quien fueron hechos los siglos, comida y bebida espiritual, piedra y agua, fundamento de la fe, piedra angular, imagen del Dios invisible, gran Dios, cabeza del cuerpo que es la Iglesia, primogénito de la nueva creación, primicias de los que han muerto, primogénito de entre los muertos, primogénito entre muchos hermanos, mediador entre Dios y los hombres, Hijo unigénito coronado de gloria y de honor, Señor de la gloria, origen de las cosas, rey de justicia y rey de paz, rey de todos, cuyo reino no conoce fronteras.

Estos nombres y otros semejantes le da, tan numerosos que no pueden contarse. Nombres cuyos diversos significados, si se comparan y relacionan entre sí, nos descubren el admirable contenido del nombre de Cristo y nos revelan, en la medida en que nuestro entendimiento es capaz, su majestad inefable.

Por lo cual, puesto que la bondad de nuestro Señor nos ha concedido una participación en el más grande, el más divino y el primero de todos los nombres, al honrarnos con el nombre de «cristianos», derivado del de Cristo, es necesario que todos aquellos nombres que expresan el significado de esta palabra se vean reflejados también en nosotros, para que el nombre de «cristianos» no aparezca como una falsedad, sino que demos testimonio del mismo con nuestra vida.

Tratado sobre el perfecto modelo del cristiano (PG 46, 254255)

viernes, 9 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

El bautismo del nuevo nacimiento

Vamos a exponer de qué manera, renovados por Cristo, nos hemos consagrado a Dios.

A quienes aceptan y creen que son verdad las cosas que enseñamos y exponemos y prometen vivir de acuerdo con estas enseñanzas, les instruimos para que oren a Dios, con ayunos, y pidan perdón de sus pecados pasados, mientras nosotros, por nuestra parte, oramos y ayunamos también juntamente con ellos.

Luego los conducimos a un lugar donde hay agua, para que sean regenerados del mismo modo que fuimos regenerados nosotros. Entonces reciben el baño del bautismo en el nombre de Dios, Padre y Soberano del universo, y de nuestro Salvador Jesucristo, y del Espíritu Santo.

Pues Cristo dijo: El que no nazca de nuevo, no podrá entrar en el reino de los cielos. Ahora bien, es evidente para todos que no es posible, una vez nacidos, volver a entrar en el seno de nuestras madres.

También el profeta Isaías nos dice de qué modo pueden librarse de sus pecados quienes pecaron y quieren convertirse: Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido, defended al huérfano, proteged a la viuda. Entonces venid y litigaremos, dice el Señor. Aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean rojos como escarlata, quedarán como lana. Si sabéis obedecer, lo sabroso de la tierra comeréis; si rehusáis y os rebeláis, la espada os comerá. Lo ha dicho el Señor.

Los apóstoles nos explican la razón de todo esto. En nuestra primera generación, fuimos engendrados de un modo inconsciente por nuestra parte, y por una ley natural y necesaria, por la acción del germen paterno en la unión de nuestros padres, y sufrimos la influencia de costumbres malas y de una instrucción desviada. Mas, para que tengamos también un nacimiento, no ya fruto de la necesidad natural e inconsciente, sino de nuestra libre y consciente elección, y lleguemos a obtener el perdón de nuestros pecados pasados, se pronuncia, sobre quienes desean ser regenerados y se convierten de sus pecados, mientras están en el agua, el nombre de Dios, Padre y Soberano del universo, único nombre que invoca el ministro cuando introduce en el agua al que va a ser bautizado.

Nadie, en efecto, es capaz de poner nombre al Dios inefable, y si alguien se atreve a decir que hay un nombre que expresa lo que es Dios es que está rematadamente loco.

A este baño lo llamamos «iluminación» para dar a entender que los que son iniciados en esta doctrina quedan iluminados.

También se invoca sobre el que ha de ser iluminado el nombre de Jesucristo, que fue crucificado bajo Poncio Pilato, y el nombre del Espíritu Santo que, por medio de los profetas, anunció de antemano todo lo que se refiere a Jesús.

Primera apología en defensa de los cristianos (Cap 61: PG 6, 419422)

jueves, 8 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

La voluntad de Cristo, norma de nuestra vida

Cuando se nos enseña que Cristo es la redención y que para redimirnos él mismo se entregó como precio, confesamos al mismo tiempo que, al constituirse en precio de cada una de las almas y otorgándonos la inmortalidad, nos ha convertido —a nosotros comprados por él dando vida por muerte— en posesión suya propia. Ahora bien, si somos propiedad del que nos redimió, sigamos incondicionalmente al Señor, de modo que ya no vivamos para nosotros, sino para el que nos compró al precio de su vida: pues ya no somos dueños de nosotros mismos; nuestro Señor es aquel que nos compró y nosotros estamos sometidos a su dominio. En consecuencia, su voluntad ha de ser la norma de nuestro vivir.

Y así como cuando la muerte nos oprimía con tiránica dominación, todo en nosotros lo disponía la ley del pecado, así ahora que estamos destinados a la vida es lógico que nos gobierne la voluntad del Todopoderoso, no sea que renunciando por el pecado a la voluntad de vivir, nuevamente caigamos por decisión propia bajo la impía dominación del pecado.

Esta reflexión nos unirá más estrechamente al Señor, sobre todo si escucháramos a Pablo llamarle unas veces Pascua, otras sacerdote: porque Cristo se inmoló por nosotros como verdadera Pascua, y, en calidad de sacerdote, el mismo Cristo se ofreció a Dios en sacrificio. Se entregó —dice— por nosotros como oblación y víctima de suave olor. Lo cual es una lección para nosotros. Pues quien ve que Cristo se ha entregado a Dios como oblación y víctima y se ha convertido en nuestra Pascua, él mismo presenta su cuerpo a Dios como hostia viva, santa, agradable, hecho un culto razonable. El modo de realizar el sacrificio es: no ajustarse a este mundo, sino transformarse por la renovación de la mente, para saber discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.

En efecto, la voluntad amorosa de Dios no puede manifestarse en la carne no sacrificada por la ley del espíritu, ya que la tendencia de la carne es rebelarse contra Dios, y no se somete a la ley de Dios. De donde se sigue que si antes no se ofrece la carne —mortificado todo lo terreno que hay en ella y con lo que condesciende con el apetito—como hostia viva, no puede llevarse a cabo sin dificultad en la vida de los creyentes la voluntad de Dios agradable y perfecta. Igualmente, la mera consideración de que Cristo se ha erigido en propiciación nuestra a partir de su sangre, nos induce a constituirnos en nuestra propia propiciación y, mortificando nuestros miembros, lograr la inmortalidad de nuestras almas.

Y cuando se dice que Cristo es el reflejo de la gloria de Dios e impronta de su ser, la expresión nos sugiere la idea de su adorable majestad. En efecto, Pablo inspirado por el Espíritu de Dios e instruido directamente por Dios, que en el abismo de generosidad, de sabiduría y conocimiento de Dios había rastreado lo arcano y recóndito de los misterios divinos; y, sintiéndose incapaz de expresar en lenguaje humano los esplendores de aquellas cosas que están más allá de toda indagación o investigación y que sin embargo le habían sido divinamente reveladas, para que los oídos de sus oyentes pudieran captar la inteligencia que él tenía del misterio, echa mano de algunas aproximaciones, hablando en tanto en cuanto sus palabras eran capaces de trasvasar su pensamiento.

Tratado sobre el perfecto modelo del cristiano (PG 46, 262263)

miércoles, 7 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Los sagrados misterios nos unen a Cristo

Tienen acceso a la unión con Cristo los que pasaron por todo lo que él pasó, los que hicieron y padecieron todo lo que él hizo y padeció. Pues bien, Cristo se unió y aceptó una carne y una sangre limpias de todo pecado. Y siendo Dios desde la eternidad, marcó con su divinidad incluso a lo que más tarde asumió, es decir, la naturaleza humana. Finalmente, gracias a esa carne pudo asimismo sufrir la muerte y recobrar la vida.

Por tanto, quien desee estar unido a Cristo, debe participar de su carne, comulgar con su divinidad y acompañarle en la sepultura y en la resurrección. Esta es la razón por la que nos sumergimos en el agua de la salvación, para morir con su muerte y resucitar con su resurrección. Somos ungidos para comulgar con la regia unción de su deidad. Y comiendo el sagrado Pan y bebiendo la divinizarte Bebida, participamos de la carne y de la sangre que él asumió. Y de esta suerte existimos en quien por nosotros se encarnó, murió y resucitó.

¿Y cómo sucede esto? ¿Seguimos tal vez el mismo orden que él? Todo lo contrario, ya que nosotros comenzamos donde él terminó y terminamos donde él comenzó. En efecto, descendió él para que ascendiéramos nosotros y, debiendo recorrer el mismo camino, nosotros lo recorremos subiendo mientras él lo recorre bajando.

De hecho, el bautismo es un alumbramiento o un nacimiento; la unción o crisma se nos confiere con miras a la acción y al progreso; el Pan de vida y el Cáliz de la Eucaristía son alimento y bebida verdaderos. Ahora bien: nadie puede moverse o alimentarse sin antes haber nacido. Por eso, el bautismo reintegra al hombre en su amistad con Dios; el crisma lo hace digno de los dones en él contenidos; la sagrada mesa tiene el poder de comunicar al bautizado la carne y la sangre de Cristo.

Pero si no precede la reconciliación, es imposible relacionarse con los amigos y merecer los premios que les son propios. Como es imposible que los malvados y los esclavos del pecado coman de la carne y beban de la sangre reservadas a las almas puras. Por cuya razón, primero somos lavados y luego ungidos: y así, purificados y perfumados, nos acercamos a la sagrada mesa.

De la vida en Cristo (Lib 2: PG 150, 522523)

martes, 6 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición

Cristo, primogénito de entre los muertos

El Apóstol llama a Cristo Primogénito de toda criatura y Primogénito entre muchos hermanos, y, finalmente Primogénito de entre los muertos.

Es el primogénito de entre los muertos, por ser el primero que por sí mismo, superó los acerbos dolores de la muerte, comunicando además a todos la fuerza necesaria para el alumbramiento que supone la resurrección. Fue constituido primogénito entre los hermanos, por ser el primero que, en el nuevo parto de la regeneración, fue engendrado en el agua, nacimiento presidido por el aleteo de la paloma. Por medio de este nacimiento, se incorpora como hermanos a cuantos participan con él en una tal generación, convirtiéndose de este modo en primogénito de quienes, después de él, son regenerados en el agua y en el Espíritu. En una palabra: Cristo es el primogénito en las tres generaciones con que es vivificada la naturaleza humana: la primera es la generación corporal, la segunda la que se verifica mediante el sacramento de la regeneración, y la tercera, finalmente, la que tiene lugar a través de la esperada resurrección de entre los muertos.

Y siendo doble la regeneración operada por uno de estos dos medios: el bautismo y la resurrección, de ambas es Cristo príncipe y caudillo. En la carne es asimismo el primogénito: él es el primero y el único que ha llevado a cabo en sí mismo, por medio de la Virgen, un nacimiento nuevo y desconocido por la naturaleza, nacimiento que nadie, en el decurso de tantas humanas generaciones, fue capaz de realizar. Si la razón llegara a comprender estas realidades, comprendería asimismo el significado de la criatura, cuyo primogénito es Cristo. Conocemos, en efecto, un doble creación de nuestra naturaleza: la primera, cuando fuimos formados; la segunda, cuando fuimos reformados. Ahora bien, no hubiera sido necesaria una segunda creación, si no hubiéramos hecho inútil la primera mediante la prevaricación.

Envejecida, anticuada y caduca la primera creación, era necesario proceder, en Cristo, a la creación de una nueva criatura, pues —como dice el Apóstol— nada viejo debe hacer acto de presencia en la segunda criatura: Despojaos de la vieja condición humana, con sus obras y deseos, y vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios. Y: El que vive con Cristo —dice— es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha llegado lo nuevo. Uno e idéntico es el Hacedor de la naturaleza humana que creó lo que existe desde la aurora de los siglos y lo que posteriormente ha sido hecho. Al principio modeló al hombre del polvo; más tarde, tomando el polvo de la Virgen, no se limitó a modelar un hombre, sino que plasmó su propia humanidad. Entonces creó, luego fue creado; entonces el Logos hizo la carne, luego el Logos se hizo carne, para que nuestra carne se espiritualizara. Al hacerse uno de nosotros, asumió la carne y la sangre.

Con razón, pues, es llamado primogénito de esta nueva criatura cristiana de la que él es caudillo, constituido en primicia de todos, tanto de los que nacen a la vida, como de los que renacen en virtud de su resurrección de entre los muertos, para que sea el Señor de vivos y muertos y consagre en sí mismo, que es la primicia, a la totalidad de los bautizados.

Contra Eunomio (Lib 4: PG 45, 634. 635638)

lunes, 5 de mayo de 2014

Una Meditación y una Bendición


En seguir a Cristo está nuestra salvación

Bautizados, somos iluminados; iluminados, recibimos la adopción filial; adoptados, se nos conduce a la perfección; perfeccionados, se nos da el don de la inmortalidad. Dice la Escritura: Yo declaro: Sois dioses e hijos del Altísimo todos. Esta operación recibe nombres diversos: gracia, iluminación, perfección, baño. Baño, porque en él nos purificamos de nuestros pecados; gracia, porque se nos condonan las penas debidas por el pecado; iluminación, que nos facilita la visión de aquella santa y salvífica luz, esto es, que nos posibilita la contemplación de Dios; y llamamos perfecto a lo que no carece de nada. Sería realmente absurdo llamar gracia de Dios a una gracia que no sea perfecta y completa en todos los sentidos: el que es perfecto, distribuirá normalmente dones perfectos.

Si en el plano de la palabra, nada más ordenarlo todo vino a la existencia, en el plano de la gracia, bastará que él quiera otorgarla para que esa gracia sea plena. Lo que ha de suceder en un futuro, es anticipado gracias al poder de su voluntad. Añádase a esto que la liberación de los males es ya el comienzo de la salvación. No bien hemos pisado los umbrales de la vida, ya somos perfectos: y comenzamos a vivir en el instante mismo en que se nos separa de la muerte. Por tanto, en seguir a Cristo está nuestra salvación. Lo que ha sido hecho en él, es vida. Os lo aseguro —dice—: quien escucha mi palabra y cree al que me envió, posee la vida eterna y no será condenado, porque ha pasado de la muerte a la vida. Así pues, el solo hecho de creer y de ser regenerado es la perfección en la vida, pues Dios jamás es deficiente.

Del mismo modo que su querer es ya una realidad y una realidad que llamamos mundo, de igual modo su proyecto es la salvación de los hombres, una salvación que lleva el nombre de Iglesia. Conoce, pues, a los que él llamó y salvó: porque a un mismo tiempo los llamó y los salvó. Vosotros mismos —dice el Apóstol— habéis sido instruidos por Dios. Sería, en efecto, blasfemo considerar imperfecta la enseñanza del mismo Dios. Y lo que de él aprendemos es la eterna salvación del Salvador eterno: a él la gracia por los siglos de los siglos. Amén.

Apenas uno es regenerado cuando —como su mismo nombre lo indica— queda iluminado, es inmediatamente liberado de las tinieblas y es gratificado automáticamente con la luz. Somos totalmente lavados de nuestros pecados y, de pronto, dejamos de ser malos. Esta es la gracia singular de la iluminación: nuestra conducta no es la misma que antes de descender a las aguas bautismales. Pero dado que el conocimiento se origina a la vez que la iluminación, ilustrando la mente, y los que éramos rudos e ignorantes inmediatamente nos oímos llamar discípulos, ¿es esto debido a que la iniciación susodicha se nos dio previamente? Imposible precisar el momento. Lo cierto es que la catequesis conduce a la fe y que la fe nos la enseña el Espíritu Santo juntamente con el bautismo. Ahora bien, que la fe es el único y universal camino de salvación de la naturaleza humana y que la ecuanimidad y comunión del Dios justo y filántropo es la misma para con todos, lo expuso clarísimamente Pablo, diciendo: Antes de que llegara la fe, estábamos prisioneros, custodiados por la ley, esperando que la fe se revelase. Así, la ley fue nuestro pedagogo, hasta que llegara Cristo y Dios nos aceptara por la fe Una vez que la fe ha llegado, ya no estamos sometidos al pedago. ¿No acabáis de oír que ya no estamos bajo la ley del temor, sino bajo el Logos, que es el pedagogo del libre albedrío? A continuación añade Pablo una expresión libre de cualquier tipo de parcialidad: Porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo, os habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús.

El Pedagogo (Lib 1, cap. 6, 2627.3031: SC 70, 159161.167)