viernes, 2 de mayo de 2014

La inefable benignidad de Cristo colmó a su Iglesia de innumerables dones

Aquella inefable benignidad de Cristo para con nosotros colmó a su Iglesia de innumerables dones. Cristo, magnífico en su sabiduría y poderoso en sus obras, nos rescató de la antigua ceguera de la ley y eximió a nuestra naturaleza del protocolo que nos condenaba con sus cláusulas. En la cruz, triunfó sobre la serpiente, origen de todos los males. Embotó el aguijón de la formidable muerte y renovó con el agua, no con el fuego, a los que se encontraban extenuados por la vetustez del pecado. Franqueó las puertas de la resurrección. A los que estaban excluidos de la ciudadanía de Israel, los convirtió en ciudadanos y familiares de los santos. A los que eran ajenos a las promesas de la alianza, les confió los misterios celestiales. A los que carecían de esperanza, les otorgó a raudales el Espíritu, como prenda de salvación.

A los impíos y sin-Dios de este mundo los convirtió en templos sagrados de la Trinidad. A los que en otro tiempo estaban lejos por la conducta que no por el lugar, por la mentalidad que no por la distancia, por la religión que no por la región, los ha acercado mediante el salutífero leño, abrazando a los que eran dignos de repulsa.

Con razón dijo el profeta: ¿Quién ha oído tal cosa o quién ha visto algo semejante? Misterio éste que llena de estupor a todos los ángeles. Prodigio tal que los poderes supracelestes veneran poseídos de temor. Su trono no ha quedado vacío, y el mundo ha sido rehecho; en otro tiempo fue creado, pero ahora ha sido restaurado. Tú que acabas de ser iluminado por el bautismo, considera, por favor, de qué misterios has sido hecho digno. Reconoce la eficacia. Has sido ya liberado de manos del salteador: no te constituyas nuevamente prisionero. Has renunciado: no vuelvas otra vez, seducido o desilusionado, a la anterior situación. Has suscrito un pacto: mantén con valentía los compromisos adquiridos. Se te ha confiado el talento de tu fe: trata de hacerlo producir intereses. Has celebrado efectivamente unas bodas: no cometas el adulterio de los blasfemos. Has sido inscrito en el catálogo de los hijos: no trates injuriosamente a tu libertador, como si fuera un esclavo. Te has vestido un traje espléndido: luzca esplendorosa tu conciencia. Te despojaste del vestido viejo: no contristes al Espíritu.

En efecto, recomendando ya hace tiempo el profeta este misterio del bautismo y la inmensa gracia del Crucificado, en un célebre oráculo decía con sonora voz: Él se complace en la misericordia. ¿Quién, oh profeta? Aquel que por misericordia se hizo hombre, Cristo. Aquel que, al nacer, no menoscabó la integridad de la Virgen. El mismo volverá y tendrá piedad de nosotros.

Cuando te haya sacado del error, te redimirá y tendrá compasión de ti. En efecto, en la cruz consiguió el triunfo sobre los pecados de todos nosotros, sepultó en las místicas aguas del bautismo nuestras vestiduras de injusticia y arrojó en lo profundo del mar todos nuestros pecados. Piensa en la fuente del santo bautismo y pregona la gracia, pues el bautismo es la suma de todos los bienes, la expiación del mundo, la instauración de la naturaleza, una rectificación acelerada, una medicina siempre a punto, una esponja que limpia las conciencias, un vestido que no envejece con el tiempo, unas entrañas que conciben virginalmente, un sepulcro que devuelve la vida a los sepultados, una sima que engulle los pecados, un elemento que es el mausoleo del diablo, es sello y baluarte de los sellados, fuente que extingue la gehena, invitación a la mesa del Señor, gracia de los misterios antiguos y nuevos vislumbrada ya en Moisés, gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Homilía en la solemnidad pascual (SC 187, 275-277)

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