viernes, 30 de mayo de 2014

Te reservo para cosas más sublimes, te preparo cosas mayores

Esta fe, aumentada por la ascensión del Señor y fortalecida con el don del Espíritu Santo, ya no se amilana por las cadenas, la cárcel, el destierro, el hambre, el fuego, las fieras ni los refinados tormentos de los crueles perseguidores. Hombres y mujeres, niños y frágiles doncellas han luchado, en todo el mundo, por esta fe, hasta derramar su sangre. Esta fe ahuyenta a los demonios, aleja las enfermedades, resucita a los muertos.

Por esto, los mismos apóstoles que, a pesar de los milagros que habían contemplado y de las enseñanzas que habían recibido, se acobardaron ante las atrocidades de la pasión del Señor y se mostraron reacios en admitir el hecho de la resurrección, recibieron un progreso espiritual tan grande de la ascensión del Señor, que todo lo que antes les era motivo de temor se les convirtió en motivo de gozo. Es que su espíritu estaba ahora totalmente elevado por la contemplación de la divinidad, sentada a la derecha del Padre; y al no ver el cuerpo del Señor podían comprender con mayor claridad que aquél no había dejado al Padre, al bajar a la tierra, ni había abandonado a sus discípulos, al subir al cielo.

Entonces, amadísimos, el Hijo del hombre se mostró, de un modo más excelente y sagrado, como Hijo de Dios, al ser recibido en la gloria de la majestad del Padre, y, al alejarse de nosotros por su humanidad, comenzó a estar presente entre nosotros de un modo nuevo e inefable por su divinidad.

Entonces nuestra fe comenzó a adquirir un mayor y progresivo conocimiento de la igualdad del Hijo con el Padre, y a no necesitar de la presencia palpable de la sustancia corpórea de Cristo, según la cual es inferior al Padre; pues, subsistiendo la naturaleza del cuerpo glorificado de Cristo, la fe de los creyentes es llamada allí donde podrá tocar al Hijo único, igual al Padre, no ya con la mano, sino mediante el conocimiento espiritual.

He aquí la razón por la que el Señor, después de su resurrección, le dice a María Magdalena que —representando a la Iglesia— corría presurosa a tocarlo: Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Expresión cuyo sentido es éste: No quiero que vengas a mí corporalmente ni que me reconozcas a la sensibilidad del tacto: te reservo para cosas más sublimes, te preparo cosas mayores. Cuando haya subido al Padre, entonces me palparás con más perfección y mayor verismo, pues asirás lo que no tocas y creerás lo que no ves. Por eso, mientras los ojos de los discípulos seguían la trayectoria del Señor subiendo al cielo y lo contemplaban con intensa admiración, se les presentaron dos ángeles, resplandecientes en la admirable blancura de sus vestidos, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis aquí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse.

Con estas palabras todos los hijos de la Iglesia eran invitados a creer que Jesucristo vendría visiblemente en la misma carne con que le habían visto subir; ni es posible poner en tela de juicio que todo le esté sometido, desde el momento en que el ministerio de los ángeles se puso enteramente a su servicio desde los albores de su nacimiento corpóreo. Y como fue un ángel quien anunció a la bienaventurada Virgen que iba a concebir por obra del Espíritu Santo, así también la voz de los espíritus celestes anunció a los pastores al recién nacido de la Virgen. Y lo mismo que los primeros testimonios de la resurrección de entre los muertos fueron comunicados por los nuncios celestes, de igual modo, por ministerio de los ángeles, fue anunciado que Cristo vendrá en la carne a juzgar al mundo. Todo esto tiene la misión de hacernos comprender cuán numeroso ha de ser el séquito de Cristo cuando venga a juzgar, si fueron tantos los que le sirvieron cuando vino para ser juzgado.

Tratado 74 (3-4: CCL 138 A, 458-459)

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