domingo, 15 de junio de 2014

La veneranda predicación de las tres luminarias

Cuando tomamos la resolución de dar a conocer a otros la divinidad —a la que los mismos seres celestiales no pueden adorar como se merece—, soy consciente de que es algo así como si nos embarcásemos en una diminuta chalupa dispuestos a surcar el mar inmenso, o como si nos dispusiéramos a conquistar los espacios aéreos tachonados de astros, provistos de unas minúsculas alas. Pero tú, Espíritu de Dios, estimula mi mente y mi lengua, trompeta sonora de la verdad, para que todos puedan gozar con el corazón inmerso en la plenitud de la divinidad.

Hay un solo Dios, sin principio, sin causa, no circunscrito por cosa alguna preexistente o futura; supratemporal, infinito, Padre excelente del Hijo Unigénito, bueno, grande, y que, siendo espíritu, no sufrió en el Hijo ninguno de los condicionamientos de la carne.

Otro Dios único, distinto en la persona, no en la divinidad, es la Palabra de Dios: él es la viva impronta del Padre, el Hijo único de quien no conoce principio, único del único, su igual, de forma que así como el Padre sigue siendo plenamente Padre, así el Hijo es el creador y gobernador del mundo, fuerza e inteligencia del Padre...

Cantaremos primero al Hijo, venerando la sangre que fue expiación de nuestros pecados... Efectivamente, sin perder nada de su divinidad, se inclinó como médico sobre mis pestilentes heridas. Era mortal, pero Dios. Del linaje de David, pero plasmador de Adán; revestido de carne, es verdad, pero ajeno a las obras de la carne. Tuvo madre, pero virgen: circunscrito, pero inmenso... Fue víctima, pero también pontífice; sacerdote, y, sin embargo, Dios. Ofrendó su sangre a Dios, pero purificó el mundo entero. La cruz lo ensalzó, pero los clavos crucificaron el pecado. Fue contado entre los muertos, pero resucitó de entre los muertos y resucitó a muchos muertos antes que él: en éstos residía la pobreza del hombre, en él la riqueza del espíritu. Pero tú no debes escandalizarte como si las realidades humanas fueran indignas de la divinidad; al contrario, en consideración a la divinidad, has de tener a máximo honor la condición terrena, que, por amor a ti, asumió el incorruptible Hijo de Dios.

Alma, ¿a qué esperas? Canta asimismo la gloria del Espíritu: no disocies en tu discurso lo que la naturaleza no ha dividido. Estremezcámonos ante la grandeza del Espíritu, igualmente Dios, por quien yo he conocido a Dios. El es evidentemente Dios y él me hace ser Dios ya aquí abajo: todopoderoso, autor de los diversos dones, inspirador de la himnodia del coro de los santos, dador de vida tanto a los seres celestes como a los terrestres, sentado en las alturas. Fuerza divina que procede del Padre, no está sujeto a poder alguno. No es Hijo —pues el Hijo santo del único Bien es sólo uno—, ni está al margen de la invisible divinidad, sino que disfruta de idéntico honor...

Trinidad increada, supranatural, buena, libre, igualmente digna de adoración, único Dios que gobierna el mundo con triple esplendor. Mediante el bautismo, y por obra de las tres divinas personas, me siento regenerado en el hombre nuevo, y, destruida la muerte, nazco a la luz vuelto a la vida... Y si Dios ha purificado todo mi ser, también yo debo adorarlo en la totalidad de su ser.

Poemas teológicos (Sección 1: Poemas dogmáticos, 1, 1-4. 21-34: PG 37, 397-411)

No hay comentarios:

Publicar un comentario