viernes, 3 de octubre de 2014

Sobre la oración asidua

Respecto a las objeciones que se aducen contra la oración hecha para obtener que salga el sol, hay que decir lo que sigue. Ya hemos explicado cómo Dios se sirve del libre albedrío de cuantos vivimos en la tierra y cómo oportunamente lo ordena hacia determinadas utilidades de las realidades terrenas. Pues de idéntica manera hemos de admitir que, sirviéndose de las leyes necesarias, firmes y estables, que sabiamente rigen el curso del sol, de la luna y de las estrellas, haya Dios ordenado el ornato del cielo y las órbitas astrales teniendo en cuenta la utilidad del universo. Ahora bien, si no es inútil mi oración elevada por lo que depende de nuestro albedrío, mucho menos lo será por lo que depende del albedrío de aquellos cuerpos celestes, cuyo curso normal cede en utilidad de todas las cosas.

Por lo demás, no está fuera de propósito servirse de este ejemplo para incitar a los hombres a que recen y ponerlos en guardia contra la negligencia en la oración. No es necesario hablar mucho, ni pedir fruslerías, ni solicitar bienes terrenos, ni hay que acceder a la oración con un corazón irritado o con la perturbación en el alma. Como tampoco es imaginable que alguien pueda vacar a la oración sin la pureza de corazón, ni es posible que en la oración consiga el perdón de los pecados si antes no perdonare de corazón al hermano que le pide perdón por las injurias que le ha inferido.

Ahora bien, pienso que la ayuda que Dios promete al que ora como es debido o procura conseguirlo en la medida de sus fuerzas, puede venirle por varios cauces. Y en primer lugar, será de grandísimo provecho que, al recogerse para rezar, lo haga con la disposición de quien se coloca delante de Dios y habla con él, consciente de que le está presente y lo mira.

Y así como ciertas imágenes sensibles, refrescadas en la memoria, turban los pensamientos a que ellas dan origen, cuando la mente reflexiona sobre las mismas, así también hemos de creer en la utilidad del recuerdo de Dios que está presente y que sorprende todos los movimientos del alma, hasta los más recónditos, cuando ella se dispone a agradar como presente, como inspector, como escudriñador de todo espíritu, a aquel que penetra el corazón y sondea las entrañas. Y aun en el supuesto de que quien de tal modo se prepara a la oración no hubiera de reportar ninguna otra utilidad, no sería pequeña ventaja para el alma el permanecer en semejante disposición durante todo el tiempo de la oración. Los que asiduamente se entregan a la oración saben por experiencia hasta qué punto libra del pecado y cómo estimula a la virtud esta frecuente dedicación a la oración.

En efecto, si el recuerdo y la evocación de un hombre cuerdo y sabio nos estimula a imitarlo y muchas veces refrena nuestras malas inclinaciones, ¡cuánto más el recuerdo de Dios, Padre de todos, que implica la oración, no ayudará a quienes abrigan la persuasión de estar delante y hablar con Dios que les está presente y les escucha!

Opúsculo sobre la oración (7-8: PG 11, 439-442)

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