lunes, 3 de noviembre de 2014

Sobre el misterio de la encarnación del Verbo

De todas las cosas milagrosas y magníficas que de Cristo pueden referirse, hay una que rebasa absolutamente la admiración de que es capaz la mente humana y que la fragilidad de nuestra mortal inteligencia no acierta a comprender o imaginar: que la omnipotencia de la divina majestad, la misma Palabra del Padre, la propia sabiduría de Dios, en la cual fueron creadas todas las cosas, visibles e invisibles, se haya dejado encerrar dentro de los límites de aquel hombre que hizo su aparición en Judea, como nos asegura la fe. Más aún: que la sabiduría de Dios haya entrado en el seno de una mujer, que nació como un niño entre vagidos y lloros lo mismo que los demás niños; finalmente, que, según se nos informa, se sintió turbado ante la muerte, como él mismo confiesa diciendo: Me muero de tristeza; y, por último, que fue condenado a la muerte que los hombres tienen por más ignominiosa, si bien resucitó al tercer día.

Y como hallamos en él rasgos humanos que en nada parecen diferenciarle de la común fragilidad de los mortales, y rasgos hasta tal punto divinos que no son atribuibles sino a aquella primera e inefable naturaleza de la deidad, la humana inteligencia queda como paralizada por la ansiedad, y víctima de estupor ante comprobaciones tan dignas de admiración no sabe adónde dirigirse, a qué atenerse o qué partido tomar. Si se siente inclinado a reconocerlo como Dios, lo contempla mortal; si lo considera hombre, he aquí que lo ve retornar de entre los muertos cargado de despojos y derrocado el imperio de la muerte.

Por lo cual, hemos de proceder en nuestra contemplación con gran temor y reverencia, para que de tal modo se demuestre en una y misma persona la realidad de ambas naturalezas, que ni se piense nada indigno ni indecoroso de aquella divina e inefable sustancia, ni tampoco se consideren unos acontecimientos históricos como falsas o ilusorias apariencias. Expresar estas cosas a un auditorio humano y tratar de explicarlas con palabras, es algo que supera las fuerzas tanto de nuestro mérito como de nuestro ingenio. Y pienso que incluso rebasaba la misma capacidad de los santos apóstoles; y hasta es muy posible que la explicación de este misterio transcienda todo el orden de las potencias celestes.

Sobre los principios (Lib 2, 6, 2: PG 11, 210-211)

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