jueves, 30 de abril de 2015

En Cristo murió nuestra culpa, no nuestra vida

¡Oh divino sacramento de la cruz, en la que está clavada la debilidad, es liberada la virtud, están crucificados los vicios; se enarbolan los trofeos! Por lo cual dice un santo: Traspasa mi carne con los clavos de tu temor: no con clavos de hierro, precisa, sino con los clavos del temor y de la fe; la estructura de la fe es efectivamente mucho más robusta que la de la pena. De hecho, cuando Pedro siguió al Señor hasta el palacio del sumo sacerdote, él a quien nadie había atado, se sentía encadenado por la fe; y al que la fe encadena, no lo suelta la pena. En otra ocasión, maniatado por los judíos, la devoción lo liberó, no lo retuvo la pena, pues no se apartó de Cristo.

Por tanto, crucifica tú también el pecado, para que mueras al pecado; pues el que muere al pecado, vive para Dios. Vive para aquel que no perdonó a su propio Hijo, para crucificar en su cuerpo nuestras pasiones. Sí, Cristo murió por nosotros, para que nosotros pudiéramos vivir en su cuerpo redivivo. En efecto, en él murió nuestra culpa, no nuestra vida. Cargado –dice– con nuestros pecados subió al leño, para que muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado.

Así pues, aquel leño de la cruz, cual otra arca de nuestra salvación, es nuestro vehículo, no nuestra pena. En realidad, no existe salvación posible al margen de este vehículo de salvación eterna: mientras espero la muerte, no la siento; despreciando la pena, no la sufro; ignorándolo, hago caso omiso del miedo.

¿Y quién es aquel cuyas heridas nos han curado, sino Cristo el Señor? Esto mismo profetizó de él Isaías al decir que sus heridas son nuestra medicina; de él escribió el apóstol Pablo en sus cartas: Él que no pecó ni en él pecó la naturaleza humana que había asumido.

San Ambrosio de Milán
Tratado sobre el Espíritu Santo (Lib 1, 108-111: PL 16, 759-760)

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