miércoles, 30 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

La nueva Iglesia de los fieles fue reunida por la gracia del Espíritu Santo

La fe en la santísima Trinidad, revelada gradualmente según la capacidad de los creyentes y como parcialmente distribuida, y en continuo crescendo hasta la plenitud, logró finalmente la perfección.

Por eso, en este período que va desde la venida de Cristo hasta el día del juicio —considerado como la sexta edad—, y en el que la Iglesia una e idéntica se va renovando, ahora ya con la presencia del Hijo de Dios, no se encuentra un estado único y uniforme, sino muchos y pluriformes. En efecto, la primitiva Iglesia presentó una cara de la religión cristiana, cuando Jesús, vuelto del Jordán, llevado al desierto por el Espíritu y dejado por el tentador una vez agotadas las tentaciones, recorriendo la Judea y la Galilea eligió a doce discípulos, a quienes formó mediante una explicación especial de la fe cristiana, a los cuales enseñó a ser pobres en el espíritu y todas las demás cosas contenidas en el sermón de la montaña a ellos dirigido, a quienes instruyó para que pisotearan este perverso mundo presente, y a quienes adoctrinó con los saludables e innumerables preceptos de la doctrina evangélica.

Pero después de la pasión, resurrección y ascensión de Cristo, y luego de la venida del Espíritu Santo, muchos, al ver las señales y prodigios que se realizaban por mano de los apóstoles, se adhirieron a su comunidad, sucediendo lo que nos ha transmitido san Lucas: En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio, nada de lo que tenía. Ninguno pasaba necesidad, pues se distribuía todo según lo que necesitaba cada uno. Los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos.

La nueva Iglesia de los fieles, reunida por la gracia del Espíritu Santo, renovada primero con gente procedente del judaísmo y más tarde del paganismo, fue abandonando paulatinamente los ritos tanto judíos como paganos, conservando sin embargo ciertas peculiaridades naturales o legales que, por estar tomadas y seleccionadas tanto de la ley natural como de la ley escrita, ni eran ni son contrarias a la fe cristiana, sino que consta positivamente ser saludables a cuantos las observan fiel y devotamente.

Fue también en ese momento cuando comenzó a predicarse claramente la fe integral en la santísima Trinidad, apoyándose en testimonios del antiguo y del nuevo Testamento, desvelándose de esta forma una fe que anteriormente quedaba en la penumbra y cuyos perfiles sólo gradualmente iban insinuándose. Surgen nuevos sacramentos, ritos nuevos, mandamientos nuevos, nuevas instituciones. Se escriben las cartas apostólicas y canónicas. La ley cristiana va adquiriendo consistencia con la predicación y los escritos, la fe llamada católica es anunciada en el universo mundo; y la santa Iglesia, atravesando por diversos estadios que van sucediéndose gradualmente hasta nuestros mismos días, como un águila renueva y renovara siempre su juventud, salvo siempre el fundamento de la fe en la santísima Trinidad, fuera del cual nadie en lo sucesivo puede colocar otro, si bien la estructura de la mayor parte de las diversas religiones se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor a través de una edificación no uniforme.

San Anselmo de Havelberg
Diálogos (Lib 1, 6: SC 118, 64-66)

martes, 29 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

El nombre de «ángel» designa la función, no el ser

Hay que saber que el nombre de «ángel» designa la función, no el ser del que lo lleva. En efecto, aquellos santos espíritus de la patria celestial son siempre espíritus, pero no siempre pueden ser llamados ángeles, ya que solamente lo son cuando ejercen su oficio de mensajeros. Los que transmiten mensajes de menor importancia se llaman ángeles, los que anuncian cosas de gran trascendencia se llaman arcángeles.

Por esto, a la Virgen María no le fue enviado un ángel cualquiera, sino el arcángel Gabriel, ya que un mensaje de tal trascendencia requería que fuese transmitido por un ángel de la máxima categoría.

Por la misma razón, se les atribuyen también nombres personales, que designan cuál es su actuación propia. Porque en aquella ciudad santa, allí donde la visión del Dios omnipotente da un conocimiento perfecto de todo, no son necesarios estos nombres propios para conocer a las personas, pero sí lo son para nosotros, ya que a través de estos nombres conocemos cuál es la misión específica para la cual nos son enviados. Y, así, Miguel significa: «¿Quién como Dios?», Gabriel significa: «Fortaleza de Dios», y Rafael significa: «Medicina de Dios».

Por esto, cuando se trata de alguna misión que requiera un poder especial, es enviado Miguel, dando a entender por su actuación y por su nombre que nadie puede hacer lo que sólo Dios puede hacer. De ahí que aquel antiguo enemigo, que por su soberbia pretendió igualarse a Dios, diciendo: Escalaré los cielos, por encima de los astros divinos levantaré mi trono, me igualaré al Altísimo, nos es mostrado luchando contra el arcángel Miguel, cuando, al fin del mundo, será desposeído de su poder y destinado al extremo suplicio, como nos lo presenta Juan: Se trabó una batalla con el arcángel Miguel.

A María le fue enviado Gabriel, cuyo nombre significa: «Fortaleza de Dios», porque venía a anunciar a aquel que, a pesar de su apariencia humilde, había de reducir a los Principados y Potestades. Era, pues, natural que aquel que es la fortaleza de Dios anunciara la venida del que es el Señor de los ejércitos y héroe en las batallas.

Rafael significa, como dijimos: «Medicina de Dios»; este nombre le viene del hecho de haber curado a Tobías, cuando, tocándole los ojos con sus manos, lo libró de las tinieblas de su ceguera. Si, pues, había sido enviado a curar, con razón es llamado «Medicina de Dios».

San Gregorio Magno
Homilía 34 sobre los evangelios (8-9 PL 76, 1250-1251)

domingo, 27 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Sus cicatrices nos curaron

Los sufrimientos de nuestro Salvador son nuestra medicina. Es lo que enseña el profeta, cuando dice: El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas; por esto, como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.

Y, del mismo modo que el pastor, cuando ve a sus ovejas dispersas, toma a una de ellas y la conduce donde quiere, arrastrando así a las demás en pos de ella, así también la Palabra de Dios, viendo al género humano descarriado, tomó la naturaleza de esclavo, uniéndose a ella, y, de esta manera, hizo que volviesen a él todos los hombres y condujo a los pastos divinos a los que andaban por lugares peligrosos, expuestos a la rapacidad de los lobos.

Por esto, nuestro Salvador asumió nuestra naturaleza; por esto, Cristo, el Señor, aceptó la pasión salvadora, se entregó a la muerte y fue sepultado; para sacarnos de aquella antigua tiranía y darnos la promesa de la incorrupción, a nosotros, que estábamos sujetos a la corrupción. En efecto, al restaurar, por su resurrección, el templo destruido de su cuerpo, manifestó a los muertos y a los que esperaban su resurrección la veracidad y firmeza de sus promesas.

«Pues, del mismo modo —dice— que la naturaleza que tomé de vosotros, por su unión con la divinidad que habita en ella, alcanzó la resurrección y, libre de la corrupcióny del sufrimiento, pasó al estado de incorruptibilidad e inmortalidad, así también vosotros seréis liberados de la dura esclavitud de la muerte y, dejada la corrupción y el sufrimiento, seréis revestidos de impasibilidad».

Por este motivo, también comunicó a todos los hombres, por medio de los apóstoles, el don del bautismo, ya que les dijo: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del espíritu Santo. El bautismo es un símbolo y semejanza de la muerte del Señor, pues, como dice san Pablo, si nuestra existencia está unida a él en una muerte corno la suya, lo estará también en una resurrección como la suya.

Teodoreto de Ciro
Tratado sobre la encarnación del Señor (28: PG 75, 1467-1470)

sábado, 26 de septiembre de 2015

San Gregorio de Nacianzo. Demos a los pobres nuestros bienes, para enriquecernos con los del cielo

El que sea sabio, que recoja estos hechos. ¿Quién dejará pasar las cosas transitorias? ¿Quién prestará atención a las cosas estables? ¿Quién reputará como transeúntes las cosas presentes? ¿Quién considerará como ciertas y constantes aquellas realidades objeto de la esperanza? ¿Quién distinguirá la realidad de la simple apariencia?; ¿la tienda terrena, de la ciudad celestial?; ¿la peregrinación, de la morada permanente?; ¿las tinieblas, de la luz?; ¿la carne, del espíritu? ¿Quién será capaz de distinguir entre Dios y el príncipe de este mundo, entre las sombras de muerte y la vida eterna, entre las cosas que caen bajo la percepción de nuestros sentidos y aquellas a las que no alcanza nuestra visión? Dichoso el hombre que, dividiendo y deslindando estas cosas con la espada de la Palabra que separa lo mejor de lo peor, dispone las subidas de su corazón y, huyendo con todas sus energías de este valle de lágrimas, busca los bienes de allá arriba, y, crucificado al mundo juntamente con Cristo, con Cristo resucita, junto con Cristo asciende heredero de una vida que ya no es ni caduca ni falaz.

Por su parte, David, como pregonero dotado de poderosa voz, se dirige a nosotros supervivientes con un sublime y público pregón, llamándonos torpes de corazón y amantes de la mentira, y exhortándonos a no poner excesivamente el corazón en las realidades visibles, ni a ponderar toda la felicidad de la presente vida en base a la abundancia exclusiva de trigo y de vino, que fácilmente se echan a perder.

Considerando esto mismo, también el bienaventurado Miqueas dice —es mi opinión—, atacando a los que se arrastran por tierra y tienen del bien sólo el ideal: Acercaos a los montes eternos: pues ¡arriba, marchaos! que no es sitio de reposo. Son más o menos las mismas palabras con las cuales nos anima nuestro Señor y Salvador, diciendo: Levantaos, vamos de aquí. Jesús dijo esto no sólo a los que entonces tenía como discípulos, invitándoles a salir únicamente de aquel lugar —como quizá alguno pudiera pensar—, sino tratando de apartar siempre y a todos sus discípulos de la tierra y de las realidades terrenas para elevarlos al cielo y a las realidades celestiales.

Vayamos, pues, de una vez en pos del Verbo, busquemos aquel descanso, rechacemos la riqueza y abundancia de esta vida. Aprovechémonos solamente de lo bueno que hay en ellas, a saber: redimamos nuestras almas a base de limosnas, demos a los pobres nuestros bienes para enriquecernos con los del cielo.

San Gregorio de Nacianzo
Sermón 14 (21-22: PG 35, 883-886)

viernes, 25 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Esperamos el juicio futuro

Mirad, yo coloco en Sión una piedra probada, angular, preciosa, de cimiento: «quien se apoya no vacila». Así pues, llama piedra probada, elegida y preciosa a nuestro Señor Jesucristo, que sobresale por la prestancia y la gloria de la divinidad. El es la base, la esperanza, el apoyo y el cimiento inconmovible de Sión, es decir, de la Iglesia, como es fácil de comprender. Y lo explica diciendo que ha sido puesto como fundamento por el Padre.

Dice que es la piedra angular, pues ensambla, en la unidad de una sola fe, a dos pueblos, israelita y pagano, con una unión espiritual. En todo edificio, el ángulo se forma por la concurrencia de dos muros contiguos, que se fusionan en uno solo. Y quien se apoya en él —dice— no vacila. Fíjate de qué modo conforte y distienda en cierto sentido el ánimo de los creyentes y abra a los afligidos de par en par las puertas de la libertad de la vida evangélica. Que es como si dijera: ¡Oh afligidos!, mirad que coloco en Sión como cimiento una piedra escogida. Y ¿cuál es su utilidad? Quién se apoya en ella no vacila. Con estas palabras quiere inducirnos a sustraer el cuello del pesado yugo de la ley, y a apartarnos de la sombra ya inútil e ineficaz, abrazando más bien la gracia por medio de la fe y consiguiendo en Cristo la justificación, que nada tiene de onerosa. Pondré —dice— mi juicio en la esperanza, y mi misericordia en la balanza. Pues, como el mismo Salvador dice: El Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos, para que todos honren al Hijo como honran al Padre.

Comprendiendo esto, escribe san Pablo en su carta: Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho en esta vida. Esperamos, pues, el juicio futuro e indudablemente una misericordia proporcional a las obras que cada uno haya hecho con recta intención. Lo cual significa — según creo— que la misericordia depende de quien nos juzga según la balanza, es decir, en razón de lo bueno y lo justo, en relación a las obras realizadas rectamente.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías

jueves, 24 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

El que persevere hasta el final se salvará

Todas las aflicciones y tribulaciones que nos sobrevienen pueden servirnos de advertencia y corrección a la vez. Pues nuestras mismas sagradas Escrituras no nos garantizan la paz, la seguridad y el descanso. Al contrario, el Evangelio nos habla de tribulaciones, apuros y escándalos; pero el que persevere hasta el final se salvará. Pues, ¿qué bienes ha tenido esta nuestra vida, ya desde el primer hombre, que nos mereció la muerte y la maldición, de la que sólo Cristo, nuestro Señor, pudo librarnos?

No protestéis, pues, queridos hermanos, como protestaron algunos de ellos —son palabras del Apóstol—, y perecieron víctimas de las serpientes. ¿O es que ahora tenemos que sufrir desgracias tan extraordinarias que no las han sufrido, ni parecidas, nuestros antepasados? ¿O no nos damos cuenta, al sufrirlas, de que se diferencian muy poco de las suyas? Es verdad que encuentras hombres que protestan de los tiempos actuales y dicen que fueron mejores los de nuestros antepasados; pero esos mismos, si se les pudiera situar en los tiempos que añoran, también entonces protestarían. En realidad juzgas que esos tiempos pasados son buenos porque no son los tuyos.

Una vez que has sido rescatado de la maldición, y has creído en Cristo, y estás empapado en las sagradas Escrituras, o por lo menos tienes algún conocimiento de ellas, creo que no tienes motivo para decir que fueron buenos los tiempos de Adán. También tus padres tuvieron que sufrir las consecuencias de Adán. Porque Adán es aquel a quien se dijo: Con sudor de tu frente comerás el pan, y labrarás la tierra, de donde te sacaron; brotará para ti cardos y espinas. Este es el merecido castigo que el justo juicio de Dios le fulminó. ¿Por qué, pues, has de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor que los actuales? Desde el primer Adán hasta el Adán de hoy, ésta es la perspectiva humana: trabajo y sudor, espinas y cardos. ¿Se ha desencadenado sobre nosotros algún diluvio? ¿Hemos tenido aquellos difíciles tiempos de hambre y de guerras? Precisamente nos los refiere la historia para que nos abstengamos de protestar contra Dios en los tiempos actuales.

¡Qué tiempos tan terribles fueron aquéllos! ¿No nos hace temblar el solo hecho de escucharlos o leerlos? Así es que tenemos más motivos para alegrarnos de vivir en este tiempo que para quejarnos de él.

San Agustín de Hipona
Sermón Caillau-Saint-Yves 2 (92: PLS 2, 441-552)

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Preparada por el Altísimo, designada anticipadamente por los padres antiguos

El único nacimiento digno de Dios era el procedente de la Virgen; asimismo, la dignidad de la Virgen demandaba que quien naciere de ella no fuere otro que el mismo Dios. Por esto, el Hacedor del hombre, al hacerse hombre, naciendo de la raza humana, tuvo que elegir, mejor dicho, que formar para sí, entre todas, una madre tal cual él sabía que había de serle conveniente y agradable.

Quiso, pues, nacer de una virgen inmaculada, él, el inmaculado, que venía a limpiar las máculas de todos.

Quiso que su madre fuese humilde, ya que él, manso y humilde de corazón, había de dar a todos el ejemplo necesario y saludable de estas virtudes. Y el mismo que ya antes había inspirado a la Virgen el propósito de la virginidad y la había enriquecido con el don de la humildad le otorgó también el don de la maternidad divina.

De otro modo, ¿cómo el ángel hubiese podido saludarla después como llena de gracia, si hubiera habido en ella algo, por poco que fuese, que no poseyera por gracia? Así, pues, la que había de concebir y dar a luz al Santo de los santos recibió el don de la virginidad para que fuese santa en el cuerpo, el don de la humildad para que fuese santa en el espíritu.

Así, engalanada con las joyas de estas virtudes, resplandeciente con la doble hermosura de su alma y de su cuerpo, conocida en los cielos por su belleza y atractivo, la Virgen regia atrajo sobre sí las miradas de los que allí habitan, hasta el punto de enamorar al mismo Rey y de hacer venir al mensajero celestial.

Fue enviado el ángel, dice el Evangelio, a la Virgen. Virgen en su cuerpo, virgen en su alma, virgen por su decisión, virgen, finalmente, tal cual la describe el Apóstol, santa en el cuerpo y en el alma; no hallada recientemente y por casualidad, sino elegida desde la eternidad; predestinada y preparada por el Altísimo para él mismo, guardada por los ángeles, designada anticipadamente por los padres antiguos, prometida por los profetas.

San Beranardo de Claraval
Homilía 2 sobre las excelencias de la Virgen Madre (1-2.4)

martes, 22 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

¡Habitantes de la tierra, aprended justicia!

Aprended justicia, habitantes de la tierra. Dijo en otro lugar Dios por boca del profeta: Todos serán discípulos del Señor. Fíjate cómo en estas palabras la narración introduce a Cristo como el mistagogo de los paganos que creen en él. Pues era justo que se encendiera una luz sobre la tierra en atención a aquellos que en un tiempo llegaron al conocimiento de sus preceptos; era justo —repito— que el conocimiento de lo que es útil fuera impartido por él personalmente. ¡Vosotros —dice—, los habitantes de la tierra, aprended justicia! Muy semejante suena la voz de David: Oíd esto, todas las naciones, escuchadlo, habitantes del orbe. Efectivamente, la letra de la ley informó de los primeros rudimentos únicamente al Israel según la carne.

En cambio, nuestro Señor Jesucristo, habiendo lanzado las redes de la mansedumbre, pescó en ella a la totalidad de la tierra situada bajo el cielo. Con razón, pues, aconsejó a los habitantes de la tierra entera, diciendo: Tenéis que aprender la justicia que yo he enseñado, es decir, la justicia evangélica. Y para demostrar que el desacato a sus mandatos no puede quedar impune, añade esta precisión: Destruiste al impío.

Todo el que, en la tierra, no aprende la justicia, no podrá obrar conforme a la verdad. Pues irá a la ruina y a la perdición, siendo prácticamente exterminado, todo el que aceptare el conocimiento de la justicia evangélica y no obrare conforme a la verdad. Nuevamente llama aquí «verdad» al vigor de la vida evangélica y a la adoración y culto en espíritu y en verdad. En efecto, siendo la ley la sombra de los bienes futuros y no la imagen misma de las cosas, no era la verdad.

Por el contrario, Cristo y sus vaticinios pueden muy bien entenderse como justicia y verdad, y creo que podemos decir aquello: Dios ha hecho para nosotros justicia a ese Cristo, que es, además, la verdad. Aprended, pues —dice—, la justicia y la verdad; que es como si dijera: reconoced a aquel que es verdaderamente el Hijo de Dios y el creador y Señor de todas las cosas. Perecerá realmente y será destruido el impío, para que no vea la gloria del Señor.

En casi idénticos términos se dirige Cristo al pueblo judío: Con razón os he dicho que si no creéis que yo soy, moriréis por vuestros pecados. Y también: El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Ahora bien: quien ha sido ya condenado una vez, y no ha muerto a los propios pecados, ¿cómo podrá ver la gloria del Señor? No, no estará con Cristo, ni en modo alguno puede ser partícipe de su gloria, ni le será dado contemplar la herencia de los santos.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 3, 1: PG 70, 575578)

lunes, 21 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Ataques por fuera y temores por dentro

Los santos varones, al hallarse involucrados en el combate de las tribulaciones, teniendo que soportar al mismo tiempo a los que atacan y a los que intentan seducirlos, se defienden de los primeros con el escudo de su paciencia, atacan a los segundos arrojándoles los dardos de su doctrina, y se ejercitan en una y otra clase de lucha con admirable fortaleza de espíritu, en cuanto que por dentro oponen una sabia enseñanza a las doctrinas desviadas, y por fuera desdeñan sin temor las cosas adversas; a unos corrigen con su doctrina, a otros superan con su paciencia. Padeciendo, superan a los enemigos que se alzan contra ellos; compadeciendo, retornan al camino de la salvación a los débiles; a aquéllos les oponen resistencia, para que no arrastren a los demás; a éstos les ofrecen su solicitud, para que no pierdan del todo el camino de la rectitud.

Veamos cómo lucha contra unos y otros el soldado de la milicia de Dios. Dice san Pablo: Ataques por fuera y temores por dentro. Y enumera estas dificultades exteriores, diciendo: Con peligros de ríos, con peligros de bandoleros, peligros entre mi gente, peligros entre gentiles, peligros en la ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros con los falsos hermanos. Y añade cuáles son los dardos que asesta contra el adversario en semejante batalla: Muerto de cansancio, sin dormir muchas noches, con hambre y sed, a menudo en ayunas, con frío y sin ropa.

Pero, en medio de tan fuertes batallas, nos dice también cuánta es la vigilancia con que protege el campamento, ya que añade a continuación: Y, aparte todo lo demás, la carga de cada día, la preocupación por todas las Iglesias. Además de la fuerte batalla que él ha de sostener, se dedica compasivamente a la defensa del prójimo. Después de explicarnos los males que ha de sufrir, añade los bienes que comunica a los otros.

Pensemos lo gravoso que ha de ser tolerar las adversidades por fuera, y proteger a los débiles por dentro, todo ello al mismo tiempo. Por fuera sufre ataques, porque es azotado, atado con cadenas; por dentro sufre por el temor de que sus padecimientos sean un obstáculo no para él, sino para sus discípulos. Por esto, les escribe también: Nadie vacile a causa de estas tribulaciones. Ya sabéis que éste es nuestro destino. El temía que sus propios padecimientos fueran ocasión de caída para los demás, que los discípulos, sabiendo que él había sido azotado por causa de la fe, se hicieran atrás en la profesión de su fe.

¡Oh inmenso y entrañable amor! Desdeñando lo que él padece, se preocupa de que los discípulos no padezcan en su interior desviación alguna. Menospreciando las heridas de su cuerpo, cura las heridas internas de los demás. Es éste un distintivo del hombre justo, que, aun en medio de sus dolores y tribulaciones, no deja de preocuparse por los demás; sufre con paciencia sus propias aflicciones, sin abandonar por ello la instrucción que prevé necesaria para los demás, obrando así como el médico magnánimo cuando está él mismo enfermo. Mientras sufre las desgarraduras de su propia herida, no deja de proveer a los otros el remedio saludable.

San Gregorio Magno
Tratados morales sobre el libro de Job (Lib 3, 39-40: PL 75, 619-620)

domingo, 20 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

El altar celestial, figura del altar eclesial

Y se gritaban uno a otro, diciendo: «¡Santo, santo, santo!» ¿Habéis reconocido esta voz? ¿Es nuestra voz o la voz de los serafines? Es la nuestra y es la de los serafines, por la gracia de Cristo, que derribó el muro divisorio, y puso en paz todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra, haciendo de los dos una sola cosa.

Porque previamente este himno se cantaba únicamente en el cielo; pero después que el Señor se dignó venir a la tierra, nos concedió también a nosotros entonar este canto. Por lo cual este gran Pontífice, al acercarse al altar para celebrar el culto auténtico y ofrecer el sacrificio incruento, no se limita a invitarnos simplemente a esta fausta aclamación, sino que allí donde primeramente nombró a los querubines e hizo mención de los serafines, acaba finalmente por exhortarnos a todos a elevar esta grandiosa voz; y mientras nos invita a unirnos con aquellos que, junto con nosotros, animan los coros, aparta nuestra mente de las cosas terrenas, excitando a cada uno de nosotros con estas o parecidas palabras: Cantas a coro con los serafines, manténte en pie a la par de los serafines, extiende con ellos las alas, vuela con ellos en torno al trono real.

En realidad, ¿qué tiene de extraño el que estés de pie con los serafines, toda vez que Dios te ha concedido tratar familiarmente lo que los mismos serafines no se atreven a tocar? Y voló hacia mí —dice— uno de los serafines, con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas: aquel altar es figura e imagen de este altar; aquel fuego, lo es de este fuego espiritual. Ahora bien, el serafín no se atrevió a cogerlo con la mano, sino con las tenazas: en cambio tú lo coges con la mano. Indudablemente, si consideras la dignidad de las cosas propuestas, éstas son mucho más nobles que el mismo contacto del serafín; en cambio, si te fijas en la benignidad del Señor, él no se avergüenza ni siquiera de rebajarse hasta nuestra misma vileza, precisamente en virtud de aquellas cosas que se nos han propuesto.

Pensando, pues, en estas cosas, y contrapesando la magnitud del don, levántate ya de una vez, oh hombre, y, arrancado de la tierra, sube al cielo. ¿Que nos arrastra el cuerpo y quiere obligarnos a ir hacia abajo? Pues para eso están los ayunos, que aligeran las alas del alma y hacen llevadero el fardo de la carne, aunque tengan que habérselas con un cuerpo más pesado que el plomo.

Pero dejemos por ahora el tema del ayuno, para iniciar el tema de los misterios, en atención a los cuales se instituyeron estos mismos ayunos. Pues así como el fin de las competiciones olímpicas es la corona, así también el fin del ayuno es la comunión en el marco de un ánimo puro. Por consiguiente, si en estos días no consiguiéramos el fin apetecido, por habernos afligido de una manera desconsiderada y vana, saldremos de la arena del ayuno sin corona y sin premio. Esta es la razón por la que también nuestros antepasados ampliaron el estadio de nuestro ayuno, y nos asignaron un tiempo determinado de penitencia, a fin de que, una vez limpios y purificados de nuestras inmundicias, podamos finalmente tener acceso a la comunión.

San Juan Crisóstomo
Homilía 6 sobre el serafín (3: PG 56, 138-139)

sábado, 19 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

La tierra estaba llena de la gloria del Señor

El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la tierra estaba llena de su gloria. ¡Oh tiempo deseable, tiempo favorable, tiempo que anhelan todos los santos, pidiendo cada día en la oración: Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo! La tierra estaba llena de su gloria. Veo esta tierra que piso, siento esta tierra que soy yo: en ambas fatiga, en ambas gemidos, en ambas veo más bien la ira de Dios que su gloria. Todavía reina el príncipe de este mundo sobre los rebeldes. Diariamente se yergue contra los creyentes y a duras penas hallarás un santo que se vea libre de sus acometidas. Y sin embargo, la tierra está llena de su gloria.

Sé muy bien que esta tierra que piso se verá libre de la esclavitud de la corrupción y habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, y dirá el que está sentado en el trono: Ahora hago el universo nuevo. Incluso esta misma tierra que soy yo se llenará de la gloria del Señor. De momento esta tierra, maldita por culpa de Adán, me produce cardos y espinas. Es débil y enferma, indolente y perezosa, juguete de multitud de pasiones, aquejada por múltiples enfermedades. Mas, ¿por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? La tierra estará llena de su gloria.

Y ¿cuándo será esto? Ciertamente cuando se siente sobre un trono alto y elevado, cuando transforme nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, cuando aquella gloria, que apareció en el cuerpo del Señor al transfigurarse en la montaña, apareciere también en nuestra tierra, recibiendo asimismo, después de la resurrección, la eterna inmortalidad. Entonces se cantará un cántico nuevo, y se oirán cantos de victoria en las tiendas de los justos. Ha pasado el invierno, las lluvias han cesado y se han ido, brotan flores en la vega.

Y para que podamos conocer cómo será aquella transmutación, ahora nuestra carne es mortal, más aún, está muerta. El cuerpo —como dice el Apóstol— está muerto por el pecado. Así pues, nuestra carne está muerta, inmunda, enferma, es innoble, temporal. Pero estará llena de la gloria del Señor que, muerta, la resucitará; inmunda,la purificará; enferma, la sanará; innoble, la glorificará; temporal, la eternizará. Y si tan grande ha de ser la futura felicidad del cuerpo, me pregunto: ¡cuál no será la felicidad del alma!

Motivo de nuestra alegría será la contemplación del Creador en la criatura, el amor del Creador en sí mismo, la alabanza del Creador en sí mismo y en su criatura. La orla de su manto —dice— llenaba el templo. ¿Qué templo? El templo del Señor —dice— es santo: ese templo sois vosotros. Y a pesar de que nuestros cuerpos son templos de Dios, como lo son mediante el alma, el alma es en realidad el templo especial de Dios. Este es el templo en que, mientras vivimos en este mundo, ofrecemos a Dios el sacrificio que él no desprecia: un corazón quebrantado y humillado. Este es el templo en que, terminada la corrupción de esta carne y trasladados al reino de la claridad eterna, cuando Dios haya enjugado las lágrimas de nuestros ojos, ofreceremos a Dios el sacrificio de alabanza, como dice él mismo por el profeta: El que me ofrece acción de gracias, ése me honra. Mientras tanto, Señor, que te aplaque el sacrificio de nuestra contrición, para que cuando te sientes sobre el trono alto y excelso, te honre el sacrificio de alabanza.

Beato Elredo de Rievaulx
Sermón sobre la venida del Señor (Edit. C.H. Talbot, SSOC, vol 1, Roma 1952, 32-33)

viernes, 18 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Yo curaré sus extravíos

Jesús acude espontáneamente a la pasión que de él estaba escrita y que más de una vez había anunciado a sus discípulos, increpando en cierta ocasión a Pedro por haber aceptado de mala gana este anuncio de la pasión, y demostrando finalmente que a través de ella sería salvado el mundo. Por eso, se presentó él mismo a los que venían a prenderle, diciendo: Yo soy a quien buscáis. Y cuando lo acusaban no respondió, y, habiendo podido esconderse, no quiso hacerlo; por más que en otras varias ocasiones en que lo buscaban para prenderlo se esfumó.

Además, lloró sobre Jerusalén, que con su incredulidad se labraba su propio desastre y predijo su ruina definitiva y la destrucción del templo. También sufrió con paciencia que unos hombres doblemente serviles le pegaran en la cabeza. Fue abofeteado, escupido, injuriado, atormentado, flagelado y, finalmente, llevado a la crucifixión, dejando que lo crucificaran entre dos ladrones, siendo así contado entre los homicidas y malhechores, gustando también el vinagre y la hiel de la viña perversa, coronado de espinas en vez de palmas y racimos, vestido de púrpura por burla y golpeado con una caña, atravesado por la lanza en el costado y, finalmente, sepultado.

Con todos estos sufrimientos nos procuraba la salvación. Porque todos los que se habían hecho esclavos del pecado debían sufrir el castigo de sus obras; pero él, inmune de todo pecado, él, que caminó hasta el fin por el camino de la justicia perfecta, sufrió el suplicio de los pecadores, borrando en la cruz el decreto de la antigua maldición. Cristo —dice san Pablo— nos rescató de la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros un maldito, porque dice la Escritura: «Maldito todo el que cuelga de un árbol». Y con la corona de espinas puso fin al castigo de Adán, al que se le dijo después del pecado: Maldito el suelo por tu culpa: brotarán para ti cardos y espinas.

Con la hiel, cargó sobre sí la amargura y molestias de esta vida mortal y pasible. Con el vinagre, asumió la naturaleza deteriorada del hombre y la reintegró a su estado primitivo. La púrpura fue signo de su realeza; la caña, indicio de la debilidad y fragilidad del poder del diablo; las bofetadas que recibió publicaban nuestra libertad, al tolerar él las injurias, los castigos y golpes que nosotros habíamos merecido.

Fue abierto su costado, como el de Adán, pero no salió de él una mujer que con su error engendró la muerte, sino una fuente de vida que vivifica al mundo con un doble arroyo; uno de ellos nos renueva en el baptisterio y nos viste la túnica de la inmortalidad; el otro alimenta en la sagrada mesa a los que han nacido de nuevo por el bautismo, como la leche alimenta a los recién nacidos.

Teodoreto de Ciro
Tratado sobre la encarnación del Señor (26-27: PG 75, 1466-1467)

jueves, 17 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Toda nuestra esperanza está puesta en Cristo

El bienaventurado profeta Jeremías hace alusión a la vida evangélica y a la justicia en Cristo, diciendo a los amantes de la verdad: Paraos en los caminos a mirar, preguntad por la vieja senda: «¿Cuál es el buen camino?»; seguidlo, y hallaréis reposo. En efecto, las sendas y los caminos del Señor son las palabras de los santos profetas y la predicación, en sombras y figuras, de la ley de Moisés y del misterio de Cristo.

Así pues, escrutando estas sendas, acabamos por descubrir el buen camino, esto es, la institución de la vida cristiana, siguiendo la cual, encontraremos la verdadera y espiritual purificación de nuestras almas. Por eso dice que la senda del justo es recta.

¿Cómo no va a ser recta y llana, exenta de todo tipo de escabrosidades, si proclamando la palabra de la fe, somos justificados y, mediante el santo bautismo, quedamos amplia y perfectamente purificados? Pero la senda del justo es además recta por otro capítulo. Porque, una vez suprimidos los enemigos, derrocada la tiranía del diablo y superadas todas las dificultades, ¿qué es lo que en lo sucesivo puede obstaculizar o perturbar a los amantes de la piedad?

Pero considera cómo, una vez allanada la senda del justo, haya de procederse a anular los tipos y las figuras. Pues no dice simplemente: En la senda de tus juicios, Señor, es decir, no consiste en la inmolación de novillos, ni en el sacrificio de ovejas, ni en las libaciones o el incienso, sino más bien en el juicio, esto es, en la justicia. Porque la Escritura, redactada por inspiración divina, acostumbra a referirse a la justicia con el nombre de juicio, como hace, por ejemplo, el bienaventurado David: El honor del rey ama el juicio, esto es, la justicia.

Efectivamente, todo reino que ame la justicia goza de honor lo mismo ante Dios que ante los hombres. Por tanto, la senda del Señor es el juicio. Nuevamente introduce llenos de inmenso gozo a quienes han emprendido esta senda: Dice, en efecto: Te esperamos, ansiando tu nombre y tu recuerdo. Pues toda nuestra esperanza está puesta en Cristo, de quien además nos acordamos continuamente y le deseamos con ardor, pues en él hemos sido salvados.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 3, t 1: PG 70, 571-573)

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Con lazos de amor

Dulce Señor mío, vuelve generosamente tus ojos misericordiosos hacia este tu pueblo, al mismo tiempo que hacia el cuerpo místico de tu Iglesia; porque será mucho mayor tu gloria si te apiadas de la inmensa multitud de tus criaturas que si sólo te compadeces de mí, miserable, que tanto ofendí a tu Majestad. Y ¿cómo iba yo a poder consolarme, viéndome disfrutar de la vida al mismo tiempo que tu pueblo se hallaba sumido en la muerte, y contemplando en tu amable Esposa las tinieblas de los pecados, provocadas precisamente por mis defectos y los de tus restantes criaturas?

Quiero, por tanto, y te pido como gracia singular, que la inestimable caridad que te impulsó a crear al hombre a tu imagen y semejanza no se vuelva atrás ante esto. ¿Qué cosa, o quién, te ruego, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella. Pero reconozco abiertamente que a causa de la culpa del pecado perdió con toda justicia la dignidad en que la habías puesto.

A pesar de lo cual, impulsado por este mismo amor, y con el deseo de reconciliarte de nuevo por gracia al género humano, nos entregaste la palabra de tu Hijo unigénito. El fue efectivamente el mediador y reconciliador entre nosotros y tú, y nuestra justificación, al castigar,y cargar sobre sí todas nuestras injusticias e iniquidades. El lo hizo en virtud de la obediencia que tú, Padre eterno, le impusiste, al decretar que asumiese nuestra humanidad. ¡Inmenso abismo de caridad! ¿Puede haber un corazón tan duro que pueda mantenerse entero y no partirse al contemplar el descenso de la infinita sublimidad hasta lo más hondo de la vileza, como es la de la condición humana?

Nosotros somos tu imagen, y tú eres la nuestra, gracias a la unión, que realizaste en el hombre, al ocultar tu eterna deidad bajo la miserable nube e infecta masa de la carne de Adán. Y esto, ¿por qué? No por otra causa que por tu inefable amor. Por este inmenso amor es por el que suplico humildemente a tu Majestad, con todas las fuerzas de mi alma, que te apiades con toda tu generosidad de tus miserables criaturas.

Santa Catalina de Siena
Diálogo sobre la divina providencia (Cap 4, 13)

martes, 15 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

Haced resplandecer para vosotros la luz del conocimiento

Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor; dichoso el que, guardando sus preceptos, lo busca de todo corazón. ¡Qué orden tan bello, lleno de doctrina y de gracia! No dijo primero: el que guardando sus preceptos, sino: el que con vida intachable.

En efecto, hay que buscar antes la vida que la doctrina, pues una vida buena, aunque sin doctrina, es aceptable; en cambio una doctrina sin vida carece de integridad. Porque la sabiduría no entra en alma de mala ley. Por eso dice: Me buscarán los malos, y no me encontrarán; pues la maldad ciega los ojos del alma y, cuando la iniquidad oscurece la mente, no puede descubrir la profundidad de los misterios.

Así pues, lo primero que hay que hacer es ejercitarse en la milicia de la vida, enderezar las costumbres. Y cuando hayamos encauzado el universo de la conducta moral por sus debidos cauces, de modo que se instaure la corrección de las ofensas y la gracia de la pureza, entonces podremos dedicarnos, según su orden y método, al estudio de la doctrina que hemos de conocer. Primero son efectivamente los temas morales, luego los místicos. En los primeros está la vida, en los segundos, el conocimiento. De suerte que si buscas la perfección, que la vida no esté viuda de conocimiento, ni el conocimiento carente de vida: ambos se complementan recíprocamente. Por eso dice la Escritura: Sembrad justicia, vendimiad el fruto de la vida, haced resplandecer para vosotros la luz del conocimiento.

No dice primero «haced resplandecer», sino «sembrad»: ni sólo «sembrad primero justicia», sino también, «vendimiad —dice— el fruto de la vida»; y entonces haced resplandecer la luz del conocimiento, de modo que la perfección reciba el espaldarazo no sólo de los frutos sembrados, sino también de los cosechados.

En el primer salmo siguió también idéntico orden: primero se enseña a caminar por la senda, y luego a meditar la ley. En efecto, quien no sigue el consejo de los impíos, éste ciertamente no se aparta del camino de la piedad ni de la senda de la justicia. Con razón, pues, quien es proclamado dichoso por andar en el camino, y por ejercitarse día y noche en la meditación de la ley, obtiene la gracia de la felicidad.

San Ambrosio de Milán
Comentario sobre el salmo 118 (Sermón 1, 2: PL 15, 1199-1200)

lunes, 14 de septiembre de 2015

Una Meditación y una Bendición

La cruz es la gloria y exaltación de Cristo

Por la cruz, cuya fiesta celebramos, fueron expulsadas las tinieblas y devuelta la luz. Celebramos hoy la fiesta de la cruz y, junto con el Crucificado, nos elevamos hacia lo alto, para, dejando abajo la tierra y el pecado, gozar de los bienes celestiales; tal y tan grande es la posesión de la cruz. Quien posee la cruz posee un tesoro. Y al decir un tesoro quiero significar con esta expresión a aquel que es, de nombre y de hecho, el más excelente de todos los bienes, en el cual, por el cual y para el cual culmina nuestra salvación y se nos restituye a nuestro estado de justicia original.

Porque, sin la cruz, Cristo no hubiera sido crucificado. Sin la cruz, aquel que es la vida no hubiera sido clavado en el leño. Si no hubiese sido clavado, las fuentes de la inmortalidad no hubiesen manado de su costado la sangre y el agua que purifican el mundo, no hubiese sido rasgado el documento en que constaba la deuda contraída por nuestros pecados, no hubiéramos sido declarados libres, no disfrutaríamos del árbol de la vida, el paraíso continuaría cerrado. Sin la cruz, no hubiera sido derrotada la muerte, ni despojado el lugar de los muertos.

Por esto, la cruz es cosa grande y preciosa. Grande, porque ella es el origen de innumerables bienes, tanto más numerosos cuanto que los milagros y sufrimientos de Cristo juegan un papel decisivo en su obra de salvación. Preciosa, porque la cruz significa a la vez el sufrimiento y el trofeo del mismo Dios: el sufrimiento, porque en ella sufrió una muerte voluntaria; el trofeo, porque en ella quedó herido de muerte el demonio y, con él, fue vencida la muerte. En la cruz fueron demolidas las puertas de la región de los muertos, y la cruz se convirtió en salvación universal para todo el mundo.

La cruz es llamada también gloria y exaltación de Cristo. Ella es el cáliz rebosante de que nos habla el salmo, y la culminación de todos los tormentos que padeció Cristo por nosotros. El mismo. Cristo nos enseña que la cruz es su gloria, cuando dice: Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él, y pronto lo glorificará. Y también: Padre, glorifícame con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese. Y asimismo dice: «Padre, glorifica tu nombre». Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo», palabras que se referían a la gloria que había de conseguir en la cruz.

También nos enseña Cristo que la cruz es su exaltación, cuando dice: Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Está claro, pues, que la cruz es la gloria y exaltación de Cristo.

San Andrés de Creta
Sermón 10, sobre la exaltación de la santa cruz