sábado, 19 de septiembre de 2015

La tierra estaba llena de la gloria del Señor

El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la tierra estaba llena de su gloria. ¡Oh tiempo deseable, tiempo favorable, tiempo que anhelan todos los santos, pidiendo cada día en la oración: Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo! La tierra estaba llena de su gloria. Veo esta tierra que piso, siento esta tierra que soy yo: en ambas fatiga, en ambas gemidos, en ambas veo más bien la ira de Dios que su gloria. Todavía reina el príncipe de este mundo sobre los rebeldes. Diariamente se yergue contra los creyentes y a duras penas hallarás un santo que se vea libre de sus acometidas. Y sin embargo, la tierra está llena de su gloria.

Sé muy bien que esta tierra que piso se verá libre de la esclavitud de la corrupción y habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, y dirá el que está sentado en el trono: Ahora hago el universo nuevo. Incluso esta misma tierra que soy yo se llenará de la gloria del Señor. De momento esta tierra, maldita por culpa de Adán, me produce cardos y espinas. Es débil y enferma, indolente y perezosa, juguete de multitud de pasiones, aquejada por múltiples enfermedades. Mas, ¿por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? La tierra estará llena de su gloria.

Y ¿cuándo será esto? Ciertamente cuando se siente sobre un trono alto y elevado, cuando transforme nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, cuando aquella gloria, que apareció en el cuerpo del Señor al transfigurarse en la montaña, apareciere también en nuestra tierra, recibiendo asimismo, después de la resurrección, la eterna inmortalidad. Entonces se cantará un cántico nuevo, y se oirán cantos de victoria en las tiendas de los justos. Ha pasado el invierno, las lluvias han cesado y se han ido, brotan flores en la vega.

Y para que podamos conocer cómo será aquella transmutación, ahora nuestra carne es mortal, más aún, está muerta. El cuerpo —como dice el Apóstol— está muerto por el pecado. Así pues, nuestra carne está muerta, inmunda, enferma, es innoble, temporal. Pero estará llena de la gloria del Señor que, muerta, la resucitará; inmunda,la purificará; enferma, la sanará; innoble, la glorificará; temporal, la eternizará. Y si tan grande ha de ser la futura felicidad del cuerpo, me pregunto: ¡cuál no será la felicidad del alma!

Motivo de nuestra alegría será la contemplación del Creador en la criatura, el amor del Creador en sí mismo, la alabanza del Creador en sí mismo y en su criatura. La orla de su manto —dice— llenaba el templo. ¿Qué templo? El templo del Señor —dice— es santo: ese templo sois vosotros. Y a pesar de que nuestros cuerpos son templos de Dios, como lo son mediante el alma, el alma es en realidad el templo especial de Dios. Este es el templo en que, mientras vivimos en este mundo, ofrecemos a Dios el sacrificio que él no desprecia: un corazón quebrantado y humillado. Este es el templo en que, terminada la corrupción de esta carne y trasladados al reino de la claridad eterna, cuando Dios haya enjugado las lágrimas de nuestros ojos, ofreceremos a Dios el sacrificio de alabanza, como dice él mismo por el profeta: El que me ofrece acción de gracias, ése me honra. Mientras tanto, Señor, que te aplaque el sacrificio de nuestra contrición, para que cuando te sientes sobre el trono alto y excelso, te honre el sacrificio de alabanza.

Beato Elredo de Rievaulx
Sermón sobre la venida del Señor (Edit. C.H. Talbot, SSOC, vol 1, Roma 1952, 32-33)

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