martes, 3 de noviembre de 2015

Nuestra gloria, posesión y reino es Cristo

Desde el comienzo de los siglos, Cristo padece en todos los suyos. El es, en efecto, el principio y el fin, velado en la ley, revelado en el evangelio, Señor siempre admirable, paciente y triunfante en sus santos: asesinado por el hermano en Abel, ridiculizado por el hijo en Noé, peregrino en Abrahán, ofrecido como víctima en Isaac, puesto a servir en Jacob, vendido en José, expósito y fugitivo en Moisés, lapidado y aserrado en los profetas, lanzado por tierra y mar en los Apóstoles, y frecuentemente matado en las abundantes y variadas cruces de los santos mártires.

Es, pues, él quien todavía hoy sigue soportando nuestros sufrimientos y nuestros dolores, precisamente porque él es el hombre constantemente expuesto por nosotros al dolor, el hombre acostumbrado al sufrimiento, sufrimiento que, sin él, nosotros no podríamos ni sabríamos soportar. Es él —repito— quien todavía hoy, por nosotros y en nosotros, sostiene el mundo, para destruirlo con su paciencia, y así la fuerza se realice en la debilidad. Él es también el que en ti sufre ultrajes, y a él es a quien, en ti, odia el mundo.

Pero demos gracias a aquel que en el juicio sale vencedor, y, como tienes escrito, el Señor triunfa en nosotros cuando, tomando la condición de siervo, consigue para sus siervos la gracia de la libertad. Y esto lo hizo mediante ese misterio de su piedad, por el que tomó la condición de esclavo y se dignó rebajarse hasta la muerte de cruz, para realizar en nuestro corazón, por medio de una humillación visible, aquella celestial sublimación, para nosotros invisible. Considera, pues, de qué altura nos precipitamos desde el principio, y comprenderás que por voluntad de la divina sabiduría y por su bondad somos restituidos a la vida. Efectivamente, en Adán caímos en la soberbia; por eso somos humillados en Cristo, para poder cancelar la antigua culpa con el remedio de la virtud contraria, de modo que los que con la soberbia ofendimos a Dios, le aplaquemos poniéndonos a su servicio.

Alegrémonos, y gocémonos en aquel que nos ha hecho objeto de su lucha y de su victoria, diciendo: Tened valor: yo he vencido al mundo. Y entonces, el invencible peleará por nosotros y vencerá en nosotros. Entonces el príncipe de estas tinieblas será echado fuera, aunque no ciertamente fuera del mundo, sino fuera del hombre, cuando, al penetrar en nosotros la fe, es obligado a salir fuera y dejar libre el puesto a Cristo, cuya presencia pone en fuga al pecado y significa el destierro de la derrotada serpiente.

Que los oradores se guarden para sí su elocuencia, los filósofos su sabiduría, los ricos sus riquezas y los reyes sus reinos; nuestra gloria, posesión y reino es Cristo; nuestra sabiduría está en la locura de la predicación, nuestra fuerza en la debilidad de la carne, nuestra gloria en el escándalo de la cruz, en la cual el mundo está muerto para mí, y yo para el mundo, para así vivir para Dios: pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.

San Paulino de Nola
Carta 38 (3-4.6: CSEL 29, 326-327.329)

No hay comentarios:

Publicar un comentario