sábado, 28 de noviembre de 2015

Toda la alabanza del Padre viene del Hijo

Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra gire me encomendaste.Toda la gloria del Padre viene del Hijo, pues todas las cosas en que fuere alabado el Hijo redundarán en gloria del Padre. En efecto, el Hijo hace todo lo que quiere el Padre. El Hijo de Dios nace hombre, pero en el parto de la Virgen está la fuerza de Dios. El Hijo de Dios es visto como hombre, pero en las obras del hombre está presente Dios. El Hijo de Dios es crucificado, pero en la cruz Dios vence la muerte del hombre. Muere Cristo, el Hijo de Dios, pero en Cristo todo hombre es vivificado. El Hijo de Dios desciende a los infiernos, mientras el hombre es conducido al cielo. Cuanto más se alabaren estos triunfos de Cristo, tanta más alabanza reportará aquel por quien Cristo es Dios.

Así pues, de todos estos modos glorifica el Padre al Hijo sobre la tierra; y a la inversa, el Hijo glorifica con las obras de sus virtudes a aquel de quien procede, ante la ignorancia de los paganos y la estulticia del siglo. En realidad, este intercambio de glorificación no cede en provecho de la divinidad, sino en aquel honor que se derivaba del conocimiento de los ignorantes. En efecto, ¿de qué no andaba sobrado el Padre, de quien proceden todas las cosas? ¿O de qué podía estar falto el Hijo, en quien quiso Dios que residiera toda la plenitud? Por consiguiente, es glorificado el Padre sobre la tierra, porque ha coronado la obra que le encomendó.

Veamos cuál es la glorificación que el Hijo espera del Padre, y pasamos a otro tema. Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los hombres. Por tanto, el Padre es glorificado con las obras del Hijo: al ponerse de manifiesto que es Dios, al aparecer como Padre del Dios unigénito, al determinar que, para nuestra salvación, su Hijo naciera incluso de una Virgen, en cuya pasión reciben su pleno cumplimiento todos los mecanismos que se pusieron en marcha con el parto de la Virgen.

Así pues, como quiera que el Hijo de Dios es absolutamente perfecto y nacido, antes de la aurora de los tiempos, en la plenitud de la divinidad, ahora, hombre desde el momento de su encarnación, era consumado hasta la muerte. Pide ser glorificado cerca de Dios, lo mismo que él había glorificado al Padre sobre la tierra: pues en ese instante el poder de Dios se hacía patente en la carne al mundo que lo ignoraba.

Ahora bien, ¿qué glorificación espera cerca del Padre? Sencillamente la gloria que tenía cerca de él antes que el mundo existiese. Tenía la plenitud de la divinidad, y la tiene, pues es Hijo de Dios. Pero el que era Hijo de Dios, había comenzado a ser también hijo del hombre; era efectivamente el Verbo encarnado. No había perdido lo que era, pero había comenzado a ser lo que no era; no había renunciado a la propia gloria, pero asumió lo que era nuestro; el incremento que recibió, era exigido por su propia gloria, de la que jamás se vio privado.

Por tanto, como el Hijo es el Verbo, y el Verbo se hizo carne, y Dios era el Verbo, y el Verbo en el principio estaba junto a Dios, y el Verbo era Hijo antes de la creación del mundo: ahora el Hijo, hecho carne, rogaba que la carne comenzara a ser para el Padre lo que era para el Verbo; que lo que comenzó a existir en el tiempo recibiera la gloria de la luz intemporal; que fuera absorbida la corruptibilidad de la carne, transformada ahora en fuerza de Dios e incorrupción del espíritu.

Esta es, pues, la oración de Dios; ésta es la confesión del Hijo al Padre, ésta es la súplica de la carne: en la cual lo verán todos el día del juicio traspasado y reconoscible por la cruz; en la cual fue transfigurado en la montaña; en la cual fue elevado al cielo; en la cual se sentó a la derecha de Dios.

San Hilario de Poitiers
Tratado sobre la Trinidad (Lib 3, 15-16: PL 10, 84-85)

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